Canon del Nt.

Canon del Nuevo Testamento

La regla usada en el concilio de Nicea para considerar libros que forman el nuevo testamento y se son inspirados por Dios.

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FORMACIÓN DEL CANON DEL N.T

NUEVO TESTAMENTO

“El cristianismo —hace notar C. F. Evans— es único entre las religiones mundiales en cuanto a haber nacido con una Biblia en la cuna”.1 Se refiere, por supuesto, a la Biblia judía, el Antiguo Testamento. Tan es así, que los primeros cristianos no parecen haber sentido imperiosa necesidad de formarse un cuerpo peculiar y propio de escrituras sagradas. Al parecer les bastaba, en ese respecto, con las del judaísmo. Para lo distintivamente cristiano, que consideraban fundamentado en ellas en mayor parte, se atenían principalmente a la preservación, oral en un principio, de las palabras de Jesús, y a la predicación y testimonio de los apóstoles, de viva voz primero y pronto después también por trasmisión oral de quienes los habían escuchado personalmente. No parecen haber pensado en tener su propia y diferente Biblia, o siquiera una Biblia complementaria. Más tarde, o sea a partir del siglo segundo, aceptaron como normativos los criterios de los Padres de la Iglesia, griegos y latinos, que a su vez fundaban su enseñanza en los dichos de Jesús y la tradición apostólica, hasta donde les habían llegado de fuentes que se iban haciendo cada vez más remotas. Pero la Iglesia primitiva se enfrentaba desde luego con el problema de que esos criterios patrísticos no eran uniformes, y, más aún, a veces resultaban conflictivos.

La etapa de formación del Nuevo Testamento fue, comparada con la que tardó en formarse el Antiguo Testamento, relativamente breve. Duró, como vamos a ver, poco menos de siglo y medio. Pero en realidad no pueden precisarse los criterios que sirvieron de base para que en ese lapso, entre un gran número de libros que eran lectura popular entre los creyentes cristianos, se destacaran finalmente 27 que la iglesia reconoció como de autoridad última para la predicación, la enseñanza, el culto y la apologética. Bien puede decirse que esos libros se abrieron paso y se impusieron sobre los demás por la influencia y poder que los cristianos recibían de ellos en términos de su propia experiencia. La iglesia llegó, primero que todo por un consenso general de los creyentes mismos, que precedió a los dictámenes de los concilios, a la conclusión de que esos libros, con el trasfondo de las escrituras judías, eran suficientes para normar su doctrina y vida, y para establecer sobre bases sólidas su fe como pueblo de Dios redimido por Jesucristo. El único criterio que parece dar apoyo a ese consenso es el de que los libros de esa manera distinguidos entre los demás se consideraran como basados en la tradición y autoridad apostólicas, Justino (ca. 100–165 A.D.) decía que la palabra de Jesús “era el poder de Dios”.2 Por su parte, Papías (70–155) dice que él había aprendido de “los más antiguos”, y retenido en la memoria, recibiéndolas de “los que recordaban los mandatos del Señor”, las verdades de la fe. Se dedicó, afirmaba, a inquirir qué decían y predicaban los apóstoles y demás discípulos de Jesús. “Pues yo estimaba —declara— que no podría sacar tanta utilidad de la lectura de los libros como de la viva voz de los hombres todavía sobrevivientes”.3 Puede considerarse también como suplementario de ese criterio el uso de congregaciones cristianas consideradas como profesantes ortodoxas de la nueva fe, y que servían de ejemplo y guía a otras en cuanto a la aceptación o repudio de los libros. Porque en cuanto a los escritores del que llegaría a ser nuestro Nuevo Testamento, el único que parece haber atribuido a su libro la autoridad de escritura sagrada e inalterable, como se diría después, “canónica”, es el autor del Apocalipsis. Se trata del quizá más tardío de los escritos neotestamentarios, y tal vez su autor lo consideraba de tal rango porque en él se limitaba a consignar por escrito las palabras del Señor y otras revelaciones que le habían sido comunicadas en visiones inspiradas por el Espíritu (Ap. 11, 10; 22.18, 19).

La formación del Nuevo Testamento podría considerarse dividida, al menos para fines prácticos de estudio, en tres etapas: la apostólica (—70 A.D.), la que llamaríamos precanónica (70–150), y la canónica propiamente dicha (en que lo principal del Nuevo Testamento se da por “canonizado”, 150–200). Los dictámenes de las autoridades eclesiásticas, emitidos después de esa etapa, no harían realmente otra cosa que apoyar y oficializar el consenso establecido, en sus grandes lineamientos (porque todavía la canonicidad de algunos libros sería por algún tiempo objeto de debate), desde principios del siglo tercero.

Etapa apostólica (—70 A.D.). Es bien sabido que Jesús no abolió el Antiguo Testamento (Mt. 5.17), y que a su vez la Iglesia cristiana primitiva lo adoptó como Sagrada Escritura. Pero durante los siglos primero y segundo se leían y respetaban también como “Escrituras” otros escritos, unos anteriores y otros posteriores a Jesús, no sólo apócrifos propiamente dichos sino seudoepígrafos, como por ejemplo el Testamento de los Doce Patriarcas, el libro de Enoc, la Asunción de Moisés, el Apocalipsis de Elías, I(III) & II(IV) Esdras, y otros muchos. En algunos de ellos, más que en escritos del Antiguo Testamento, hallaron fuerte apoyo doctrinas como las del reino de Dios, del Hijo del Hombre, de la resurrección del cuerpo, de los ángeles, de los demonios.

Para la Iglesia apostólica, sin embargo, sobre todas las antiguas Escrituras estaban las palabras de Jesús y las enseñanzas de sus apóstoles, que vendrían a concretarse en el Nuevo Testamento, y que en un principio se preservaron por la simple tradición oral. Era a la luz de esas palabras y enseñanzas, de lo que sabían de Cristo y de lo que creían acerca de él, como entendían el Antiguo Testamento. Mientras vivieron los apóstoles y quienes derivaron directamente de ellos la información relativa a Jesús, parece que los cristianos se conformaron con la transmisión oral y no sintieron gran necesidad de consignarla por escrito. Parece que de esa información emanada de labios de los apóstoles, lo primero que se puso por escrito fueron los dichos del Señor. Existe, pues, la plausible teoría de que hubo un primer escrito que los contenía y que se ha designado con el nombre de Logia (“palabras” de Jesús). También se ha supuesto un prístino documento, probablemente más amplio, que se designa con la sigla Q (del alemán Quelle, “fuente”). Estos documentos, según dicha teoría, habrían sido utilizados por los evangelistas sinópticos para la composición de sus respectivos Evangelios.

En cuanto a la autoridad que se asignaba a la tradición apostólica, no se consideraba que emanara simplemente por prevenir de los apóstoles en su carácter de tales. Su autoridad estribaba en el hecho de haber sido “testigos” personales de lo que enseñaban sobre Jesús (Jn. 1.14; 1 Jn. 1.1–3). Pero todavía sobre su autoridad estaba la autoridad de la palabra de Cristo, “la verdadera índole (o la verdad) del evangelio”. Por eso Pablo se creyó obligado a reprobar con toda franqueza el comportamiento de un apóstol, incluso anterior a él mismo, Pedro, cuando le pareció que ese comportamiento difería del evangelio (Gá. 2.11, 14).

Los escritos cristianos más antiguos que conocemos son de esta etapa: las cartas de Pablo. Por supuesto, este apóstol, en quien puede decirse que tuvo principio el Nuevo Testamento, jamás pensó que sus escritos llegarían a considerarse al par de la “Escritura”. La primera de sus cartas es con toda probabilidad la primera a los Tesalonicenses, escrita en Corinto hacia 51 A.D. Las fechas no son seguras, y hasta se discute si todas las cartas que aparecen con su nombre fueron realmente escritas por él. Sin entrar en esta discusión, hasta cierto punto ajena al propósito de este trabajo, simplemente consignamos los datos y fechas comúnmente aceptados. Tras la carta citada vendrían 2 Ts. (hacia el año 52); Gá., 1 Co., 2 Co. y Ro. (entre 53 y 58); Col., Ef., Fil., Flm. (desde su cautividad en Roma, entre 61 y 64); 1 Ti. y Tit. (hacia 65); 2 Ti. (desde Roma, hacia 66 ó 67). Las cartas no paulinas parecen ser más tardías, de manera que no pertenecen propiamente a esta etapa.

Parece fuera de duda que el Evangelio de Marcos fue el primero que se escribió de los cuatro del Nuevo Testamento. No puede, sin embargo, precisarse la fecha. Por deducciones internas es probable que se haya escrito entre los años 65 y 67, pues no contiene indicios de que el autor supiera de las últimas fases de la guerra judío-romana, especialmente de la destrucción de Jerusalén, ocurrida, como se sabe, en el año 70. Marcos, desde luego, no era realmente apóstol, pero el Evangelio que lleva su nombre se aceptó porque, según la tradición, en dicho escrito se habían recogido las memorias de Pedro, que murió en el año 65. Antes de morir éste, Marcos se hallaba con él en Roma (“Babilonia”), y el Evangelio habría sido escrito en esa ciudad poco después del martirio del apóstol allí. La tradición de que en el Evangelio de Marcos se consigna sustancialmente el testimonio de Pedro recibió el apoyo de escritores tan antiguos como Papías, Ireneo y otros.

No parece haber consenso entre los eruditos bíblicos en cuanto a las fechas aproximadas de la composición de los Evangelios de Mateo y Lucas. Si, como es probable, el de Marcos se utilizó en la preparación de los otros dos, esto debe de haber sido antes o alrededor del año 70. Algunos autores dan entre 60 y 65 para Mateo, otros una fecha más tardía, y algunos aun después del año 100. Ahora bien, hay también la teoría de que Mateo se escribió originalmente en arameo y luego se tradujo al griego. De haber sido así, su composición en la primera lengua debe de haber sido más temprana, quizá hacia el año 60, con lo cual resultaría en realidad anterior a Marcos. Hay, sin embargo, una presunción más fuerte de que al menos en su forma griega es posterior a esa fecha y que, como antes dijimos, con toda probabilidad utilizó el texto de Marcos, ya conocido para entonces. En cuanto a Lucas se ha propuesto una fecha más bien próxima a 60, y en este caso, no habiendo sido tampoco apóstol su autor, su escrito se aceptó por considerarse como el evangelio predicado por Pablo. Es muy probable, con todo, que los tres sinópticos se conocían ya, por lo menos antes del año 80. Según parece, la primera colección de Evangelios reunía estos tres y apareció hacia principios del siglo 2.

Etapa precanónica (70–150 A.D.). Es la etapa en que de manera gradual se fue asignando a los escritos apostólicos el carácter de sagrados, en el sentido de que su autoridad, aunque ciertamente emanada de inmediato del testimonio de los apóstoles, en realidad emanaba, en última instancia, de Cristo y de Dios mismo. Los apóstoles habían sido solamente trasmisores de la Palabra Divina. En términos de antigüedad, predominó más y más el criterio de que no debía reconocerse como con tal carácter ningún libro escrito después del año 100. El Evangelio de Juan, como parece fuera de duda, se escribió después de los sinópticos. Hasta bien entrado el presente siglo, la propensión entre los eruditos era considerar este Evangelio como bastante tardío y, además, como fruto más bien de la inspiración neoplatónica. ¿No se hablaba, en el prólogo mismo, del Logos? Y este concepto se tenía como típicamente griego y ajeno a la mentalidad judía.

Aunque esta posición crítica no dejó de ser muy debatida, dos datos relativamente recientes han puesto fin al debate. El primero se refiere a la fecha de composición del libro. Ciertamente ya existían indicios que permitían suponer que éste databa de una fecha no más tarde que el año 100, y aun posiblemente anterior. Clemente de Roma lo citó probablemente hacia el 95. Ignacio Mártir lo hizo quizá hacia el 100. Papías (70–155) lo citó también. El autor anónimo de la Carta a Diogneto (130 A.D.) cita Jn. 17.16, aunque sin nombrarlo. Todo esto daba legítima base para pensar que durante el primer cuarto del siglo 2, el Evangelio de Juan circulaba ya indudablemente con alguna familiaridad. Pero el testimonio de los papiros Ryland 457 (52), con Jn. 18.31–33, 37, 38, y Egerton 2, con otros fragmentos, ha sido decisivo. Ambos datan de la primera mitad de dicho siglo. El Ryland se copió en Egipto, según algunas autoridades, hacia el año 120. De ser así, y dada la relativa lentitud de comunicación de aquellos tiempos, no sería nada difícil que la copia distara del original autógrafo apenas unos 40 años, lo cual haría retroceder la fecha de composición hacia el año 80. Por esto, y por lo que antes se dijo, puede considerarse que los cuatro Evangelios, y casi seguramente Hechos, que habría sido escrito no mucho después de Lucas, del cual es como la segunda parte, se utilizaban ya bastante por la Iglesia a más tardar por el año 100.

Por lo que hace al carácter netamente judaico del pensamiento de Juan, el segundo hecho decisivo ha sido el hallazgo en 1947 de los rollos de Qumrán. Ciertos rasgos del Evangelio que son sumamente parecidos a los de los escritos propios de la secta del desierto parecen indicar, fuera de duda, que el judaísmo de la época, bajo la influencia del alejandrino, había incorporado y asimilado algunos elementos del pensamiento griego, así como había recibido influencia del pensamiento religioso persa durante el periodo inmediato al regreso del exilio. Hay paralelos, por ejemplo, entre Juan y los escritos qumránicos, en conceptos como el del conocimiento (gnosis), el dualismo (luz-tinieblas, verdad-mentira), la escatología, la unidad, el amor. Todo lo cual ha llevado a algunos autores contemporáneos a afirmar que el Evangelio de Juan puede resultar después de todo, el más judío de los cuatro. Ningún autor serio sostiene ahora la antigua presunción de que el autor pudiera haber sido algún neoplatónico y directamente helenizado.

En esta etapa según se apuntó antes hay escritos cristianos que comienzan a ser vistos más y más como de autoridad divina o inspirados por el Espíritu Santo, es decir, como “escrituras” de autoridad semejante o paralela a la de los libros del Antiguo Testamento, que, como hemos visto ya, para la Iglesia Primitiva era más bien el de la Septuaginta, que incluía los deuterocanónicos. Para los escritos cristianos faltaba todavía algún tiempo naturalmente, para que surgiera la idea de un canon propiamente dicho. Entre los dones divinos que Pablo enumera en 1 Co. 12.4–10, es interesante que no incluya el de escribir obras que pudieran considerarse de igual autoridad que las “Escrituras” (Antiguo Testamento). En sus propios escritos sólo llama “mandato del Señor” a algo que dice, cuando está claramente apoyado en el Antiguo Testamento o en palabras de Cristo que en aquel tiempo se conservaban por tradición oral o acaso en algún primer escrito. En otros casos Pablo dice sencillamente que sólo ofrece su “opinión” (1 Co. 7.25). Y en cuanto a sus opiniones, nunca pretendió ser infalible. A veces hasta dice que lo que está escribiendo puede hacerlo aparecer como “fatuo” o “insensato” (2 Co. 11.1, 21), y que hay cosas que dice, no “autorizado por el Señor” sino en plan de “insensato” (2 Co. 11.17). Todo esto y la discreción y humildad con que generalmente expresa su “opinión”, indica fuera de duda que nada estuvo más lejos de su mente que pensar que su palabra, sólo por ser de él, de Pablo, ni aun en su carácter y autoridad de apóstol, equivalía a la Palabra de Dios. Pero eso sí, cuando lo que dice tiene apoyo firme en las palabras de Cristo, ya no opina sino ordena, aclarando, sin embargo, “ordeno, no yo, sino el Señor” (1 Co. 7.10). En cambio, en 1 Co. 4.14 parece dar todo el peso de la autoridad divina a un pasaje de los Evangelios (Mt. 10.10; Lc. 10.7), que en 1 Ti. 5.18 aparece citado textualmente: “El trabajador merece su salario”, si bien en este caso no se trata de palabras de los evangelistas sino de orden del Señor (1 Co. 9.14) consignada en “la Escritura” (1 Ti. 5.18), y que, significativamente, se cita al par que Dt. 25.4, pasaje de la antigua “Escritura”.

Pero si Pablo no pensaba que sus propios escritos fueran ya “Escritura”, parece que relativamente pronto comenzó a dárseles en la Iglesia ese carácter. La alusión de 2 P. 3.16 a “las otras Escrituras” (RV1960) u “otros pasajes de la Escritura” (Nueva Versión Castellana), cuando el autor está refiriéndose a las cartas de “nuestro amado hermano Pablo”, podría indicar que ya se consideran éstas como sagrada “Escritura”. La única dificultad para tomar este pasaje como decisivo al respecto es que la frase puede también traclucirse “los otros escritos” (suyos, o sea de Pablo mismo), sólo que no se sabe que, aparte de sus cartas, el apóstol haya sido autor de “otros escritos”. Pero Clemente de Roma, escribiendo antes del año 100, decía que Pablo escribió “bajo la inspiración del Espíritu”.4

Probablemente en la propia etapa apostólica circulaban algunos escritos cristianos que no llegaron a formar parte del canon del Nuevo Testamento. En el prólogo de su Evangelio, Lucas habla de que “muchos” antes de él habían “tratado de referir en orden los acontecimientos que han sucedido entre nosotros, tal como nos los han transmitido aquellos que desde los comienzos fueron testigos oculares, y han ayudado a difundir el mensaje”. Es casi seguro que entre esos “muchos” incluía de modo preferente el Evangelio de Marcos que muy probablemente existía ya, y que también se refería al de Mateo, que según todos los indicios también habría tenido a la vista. Obviamente, sin embargo, estos dos no son “muchos”, y es indudable que Lucas estaría aludiendo también a otros escritos, más o menos numerosos de su tiempo, que hoy podríamos llamar no canónicos y tal vez hasta “deuterocanónicos”. Sabemos, desde luego, más de escritos de esa clase aparecidos en la etapa precanónica, y que eran muy leídos y apreciados entre los cristianos. Viene en primer término el Pastor de Hermas, un escrito apocalíptico muy popular, y otros, de los cuales hemos citado algunos antes, y cuya lista más amplia se dará después. El autor del Pastor no es el Hermas (o Hermes) citado en Ro. 16.14, sino, según el llamado Fragmento de Muratori, un hermano del obispo de Roma, Pío (hacia 140–155). El libro, que se escribió en dicha ciudad, contiene ecos de Mt., Mr., Jn., y probablemente de Ef. Otro libro que se leía y citaba mucho es la Didajé (Enseñanza), que data quizá de entre los años 70 y 90, y que se atribuía a los apóstoles. Contiene muchas referencias probables a Mt. y Lc, y al parecer se basa en tradiciones orales que bien podrían provenir, en efecto, de los apóstoles.

Para la Iglesia primitiva fueron de gran valor los escritos de los Padres griegos y latinos. Entre los primeros se cuentan los de Clemente de Roma (30–100), cuya Primera Carta a los Corintios estuvo a punto de entrar en el canon, siete cartas de Ignacio de Antioquía (30–107), una carta de Policarpo de Esmirna (65–155), una carta atribuida a Bernabé; y escritos de Papías de Hierápolis, que parece haberles redactado a fines del primer siglo, pero de los que se conocen los fragmentos citados por Ireneo y Eusebio. Pero salvo la carta de Clemente aludida, y de quien también circulaba con mucho aprecio un Sermón, la Iglesia daba a estos escritos el valor de exposiciones valiosas y autorizadas de las doctrinas cristianas, pero no llegó a considerarlos como “Escrituras” de divina autoridad, como lo hizo por fin con los libros que vinieron a constituir el Nuevo Testamento.

Un importante factor determinante del canon fue la aparición temprana de colecciones de libros y de otros escritos. Ya dijimos que una de las primeras fue acaso la de los tres Evangelios sinópticos. Hacia el año 100 apareció una primera colección de las cartas de Pablo, con solamente nueve (Ro., 1 & 2 Co., Gá., Ef., Fil., Col., y 1 & 2 Ts). Más tarde se añadieron las cartas pastorales: 1 & 2 Ti., Tit. y Flm. Finalmente, He., que al principio se consideró como seguramente de Pablo. Pero el factor más influyente fue la citación de escritos hecha por los Padres de la Iglesia en cuanto a aquellos en que más coincidían, ya que en algunos Padres aparecen citados, como de autoridad “canónica”, según se dirá después, escritos que finalmente quedaron fuera del canon. Papías, que según el historiador Eusebio, utilizó 1 Jn. y 1 P., también, según él, alude a los Evangelios de Mateo y de Marcos, del último de los cuales dice que era “intérprete de Pedro”, y que escribía de memoria lo oído de dicho apóstol acerca de Jesús. En cuanto a Mateo, afirmaba que este evangelista “escribió ciertamente los oráculos divinos en lengua hebrea”. Eusebio Hist., III, 39, informa que Papías expuso la historia de “una mujer que fue acusada ante el Señor de muchos crímenes”, sacada del apócrifo llamado “Evangelio según los hebreos”, y que no parece ser la misma del pasaje sobre la mujer adúltera (Jn. 7.53–8.11).5 Clemente de Roma cita Mt., Mr., Lc., Ro., 1 Co., Tit. y He., y muestra ecos de Ef. y Ap. Ignacio de Antioquía alude a Mt. y Jn., y ofrece reflejos de las cartas paulinas, especialmente 1 Co. y Ef. Pero como dice en un pasaje que Pablo menciona a los efesios en “toda carta suya”, puede entenderse que conocía otras cartas de este apóstol (Carta a los Efesios, 12, versión corta). Y en efecto, en sus escritos hay citas o referencias de 1 & 2 Ti., Ro., 2 Co., Gá., Col., 1 & 2 Ts., Tit. y Flm. Hay también citas de Lc., Hch., He., Sgo. y 1 P.

El autor anónimo de la Carta a Diogneto (130) cita Mt., 1 & 2 Co., Fil, y 1 P. Policarpo (65–155), tiene citas de Mt., Lc., Hch., Ro., 1 & 2 Co., Gá., Ef., Fil., 1 & 2 Ts., 1 & 2 Ti., 1 Jn. y 1 P. Pero aunque cita como de autoridad entre cristianos los dichos de Jesús y las cartas paulinas, no parece haberlos considerado precisamente como “Escritura”, en el sentido pleno de esta palabra. En la “Carta de Bernabé” se utilizan Mt. y posiblemente Ef., con algunos ecos probables de Hch., pero tampoco hay prueba de que el autor considerara estos escritos como “Escritura” santa.

Por otra parte, y aunque parezca muy extraño, fueron herejes —los gnósticos— los primeros en tratar francamente como “Escritura” y citarlos como tal, escritos que más tarde la Iglesia declaró canónicos, como por ejemplo Mt., Lc., Jn., Ro., 1 & 2 Co. y Ef. El más famoso de los gnósticos fue Marción, que se separó de la Iglesia hacia 140. Fue el primero en delinear una estructura de canon, al considerar los escritos sagrados en dos partes. Llamó la primera “El Señor”, que contiene lo referente a Jesucristo en su vida y enseñanzas. Nosotros decimos hoy “los Evangelios”, pero él sólo aceptaba el de Lucas. Designó la segunda parte como “El Apóstol”, y en ella situó 10 cartas de Pablo (omitiendo las pastorales). Es realmente a él a quien se debe la introducción resuelta de los escritos paulinos en el canon cristiano, y, excepto que se entienda así 2 P. 3.16, el primero en darles el carácter de “Escritura”. (Marción no aceptaba el Antiguo Testamento; le llamaba “libro del Dios de los judíos”.)

Etapa canónica (o de canonización de libros) (150–200 A.D.). Todas las citaciones que se hacían en escritos de autores de gran prestigio y autoridad, iban fortaleciendo la posición especial en la Iglesia de unos escritos a diferencia de otros, y configurando ya un bosquejo del canon del Nuevo Testamento. Es a mediados del siglo 2 cuando se comienza a ver con más claridad la distinción que los cristianos hacen entre unos y otros escritos, o sea entre los que llegarían a ser canónicos y los que acabarían por desecharse como apócrifos, a pesar de que entre estos últimos, muy numerosos,6 no deja de haber algunos que disfrutaban de mucha popularidad y se leían como material edificante. Pero ninguno de ellos se consolidó, en el concepto general, como “Escritura” al mismo nivel que los libros del Antiguo Testamento, si bien por algún tiempo se leían algunos de ellos en los cultos de las iglesias y se utilizaban para la enseñanza, como por ejemplo el llamado “Evangelio de Pedro”. En general estos libros aparecieron después de que los que más tarde formaron el canon habían establecido su autoridad, aunque es muy posible que otros apócrifos y seudoepígrafos del Nuevo Testamento, que no han llegado hasta nosotros, circularan al mismo tiempo que ellos y en cierto modo les hicieran competencia.

A mediados del siglo 2 es cuando empieza a mencionarse más por separado el libro de los Hechos (de los Apóstoles), que es casi seguro que originalmente formaba parte, con Lucas, de una sola obra, con dos partes o en dos volúmenes. Al parecer se dio más importancia a la primera parte por contener las palabras de Jesús, y entonces se acabó por separarla para formar parte de la colección de los Evangelios sinópticos. Tal vez la segunda parte, ya separada así, fue de menos uso. De este modo podría explicarse su mención como libro separado tan relativamente tardía. La obra completa se había escrito, probablemente, para el mundo gentil y no para los creyentes cristianos, según se ve por la dedicatoria de la segunda parte a un tal Teófilo, quizá un funcionario o un notable griego, que ni siquiera es seguro que haya sido cristiano. La Iglesia terminó por apreciar tanto esta segunda parte que andaba suelta, que la incorporó al canon. Al fijarse el orden de los libros se la colocó nuevamente a continuación de Lucas, que era donde le correspondía. La “Carta de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de Filomelio”, otro antiguo escrito (155) de la época, con sus citas testifica sobre el uso entonces de 1 Co., Ro., Mt., tal vez Tit. y 1 P (si esta última cita no es interpolación, pues Eusebio la omite).

En la segunda mitad de este segundo siglo comienzan a citarse definitivamente como “Escrituras”, tanto en los escritores como en la liturgia de la Iglesia, primero los Evangelios, luego las cartas de Pablo y finalmente otros escritos. Pero se presenta el problema de que en los escritos cristianos de estos primeros siglos se emplea a veces la fórmula “la Escritura dice” o “está escrito” también al citar libros no canónicos, hasta no cristianos y aun heréticos. El uso de esas fórmulas en las citas de los Padres de la Iglesia no es, pues, un indicio seguro en todos los casos de que los libros que citaban fueran considerados por ellos como de autoridad divina. Por otra parte, hay que hacer notar que hubo libros, finalmente declarados canónicos, que todavía en esta época, y aun por un tiempo después, fueron muy discutidos y hallaron resistencia para su aceptación canónica. Diremos más sobre este punto después.

La primera cita de los Evangelios como “Escritura” aparece a mediados del siglo 2 en la carta llamada 2 Clemente, IV, en que se lee: “… de nuevo otra Escritura dice: «No he venido a llamar justos sino pecadores»” (Mt. 9.13). Dicha carta se fecha hacia 150. Por el mismo tiempo Justino Mártir dice que en los cultos se leían los Evangelios. Habla de “nuestros libros” (los del Antiguo Testamento y los ya para entonces reconocidos semioficialmente) como inspirados por el Espíritu Santo, y escritos por los apóstoles los segundos. Es de los primeros en asociar el concepto de canonicidad con el de la inspiración especial del Espíritu Santo. Informa que en los cultos, además de los Evangelios, que llama “Memorias de los apóstoles”, se leían “los Profetas”, quizá aludiendo con este nombre al Antiguo Testamento en general. En sus escritos utiliza Ap., algunas cartas de Pablo, especialmente 1 Co., He., Hch. y los Evangelios. Pero sólo al citar éstos emplea la fórmula “como está escrito” que, conforme a la tradición de los escritores hebreos (caasher cathub) se reserva sólo para las Sagradas Escrituras.

Cuando se desató la controversia con el hereje Marción, a la que antes aludimos, como éste rechazaba todo el Antiguo Testamento, tres de los Evangelios y algunas de las epístolas, las autoridades de la Iglesia tuvieron que mantener, contra él, su reconocimiento de las Escrituras judías, y otorgar clara autorización como tales, no sólo a Lucas, y las cartas paulinas aceptadas por Marción, sino también a los otros tres Evangelios, las Pastorales, Hch y algunas cartas universales (católicas), primeramente 1 Jn., 1 P., y Sgo., y algún tiempo después igualmente He., 2 & 3 Jn., 2 P. y Jud. A la vez, dieron su autorización al discutido Ap. De esta manera el discernimiento entre los libros reconocidos como “Escritura” y los demás se iba efectuando gradualmente. Hemos de reiterar que se debió primero a los propios creyentes, según derivaban mayor o menor edificación de lo que leían, y en el grado en que sentían y experimentaban su inspiración y autoridad; después, por la lectura, que se iba haciendo más usual, de algunos de ellos en los cultos, con exclusión de otros; finalmente, por los dictámenes de los obispos que iban, en casos aislados y particulares, autorizando tales o cuales libros y negándoles su autorización a otros. Del siglo 4 en adelante vendrían las decisiones de los concilios. Es muy importante insistir en que la determinación del canon vino por un proceso ascendente, partiendo de abajo, del consenso práctico establecido por el uso de las congregaciones cristianas, y no descendente, emanando como una imposición que procediera, sin más ni más, de las autoridades eclesiásticas.

Un elemento de orden material influyó mucho en la formación del canon. Fue la sustitución del sistema de rollos sueltos de los libros sagrados, empleado tradicionalmente por los judíos, por el de códices u hojas encuadernadas, que muy pronto se hizo el preferido por los cristianos primitivos. Las hojas fueron primeramente de papiro, pero después se generalizaron más las de pergamino. Hay datos de que los primeros códices cristianos de papiro aparecieron hacia la primera mitad del siglo 2. Del siglo 3 en adelante prevalecieron los de pergamino. En una u otra forma, para producir un códice era menester, naturalmente, decidir qué escritos se encuadernarían en él, si bien algunos códices parecen haberse formado, a imitación de los rollos, con un solo libro, aunque esto no es seguro, ya que los que han llegado hasta nosotros, como el Bodmer 66, de hacia el año 200, que contiene casi todo Jn., puede estar mutilado y haber contenido quizá los demás Evangelios. Otros del siglo 3 parecen ser de los Evangelios, unos, y otros, de las cartas de Pablo o de las cartas universales. Así, por ejemplo, el Bodmer II, que contiene los cuatro Evangelios y Hch., igual que el Chester Beatty 45, el Chester Beatty 47, con las cartas de Pablo, y el Bodmer VII con las cartas universales.

Hacia el año 170, Taciano prepara su Diatésaron, una especie de “armonía” de los cuatro Evangelios, lo cual indica sin lugar a duda que ya para entonces se reconocían éstos como de indisputada autoridad entre los numerosos “evangelios” apócrifos que, ya vimos, existían por aquel tiempo. (Según San Jerónimo, Taciano, que rechazaba algunas cartas de Pablo, aceptaba Tit. como del apóstol.) Por el año 175, un sacerdote de Roma, llamado Gayo, repudia el Evangelio de Juan atribuyéndolo al hereje Cerinto. Pero a su vez, por ese mismo tiempo, Teófilo de Antioquía, que en sus escritos cita Hch., He., las cartas pastorales, las universales, 1 P., 1 Jn., y Ap., llama las citas de las cartas de Pablo “ordenanzas de la Palabra divina”. Muestra de que, aunque puede decirse que para el año 200 lo principal del canon está ya compilado, como de asentimiento general, todavía no hay un completo consenso. Puede verse lo mismo en Padres de la Iglesia de este periodo.

Clemente de Alejandría (¿150–216?) habla de “los cuatro Evangelios que nos han sido entregados”. Añade He. a las cartas de Pablo, por considerar a éste como su autor. Parece no haber conocido o aceptado Sgo. Cita en cambio 1 P., 1 & 2 Jn., Jud. y Ap. Y no sólo muestra gran aprecio por algunos seudoepígrafos, sino que cita la Didajé como “Escritura” y considera inspirados la primera carta de Clemente de Roma, la “Carta de Bernabé”, el Pastor de Hermas, la “Predicación de Pedro” y el “Apocalipsis de Pedro”. Usa también el “Evangelio según los Hebreos”, el “Evangelio según los Egipcios” y un apócrifo de Mateo. Ireneo (130–200?) no usa directamente 3 Jn. ni Jud. ni 2 P., de los cuales, sin embargo, parece haber ecos en sus escritos. Cita Col., Ro., Ef., 1 & 2 Co., Gá., Fil., Tit., 1 & 2 Jn., Hch., 1 P., 2 Ts., 2 Ti., Sgo. y He., aunque al parecer no reconoce a este último la misma categoría que a los otros libros. Usa extensamente las cartas pastorales. Pero también cita la Primera de Clemente (de Roma) como de autoridad y el Pastor de Hermas como “Escritura”. Tenía en particular aprecio los cuatro Evangelios, que compara con los cuatro vientos cardinales, y es de los primeros en interpretar los cuatro “seres vivientes” de Ez. 1.5–12, como símbolos de ellos. Es el primero de los grandes escritores cristianos primitivos que ya definitivamente y con toda claridad llama “Escritura” a los libros que para entonces formaban lo que podríamos llamar protocanon del Nuevo Testamento, del cual, como se ha visto, hubo todavía que separar algunos apócrifos y seudoepígrafos. Definió su concepto de canonicidad en estos términos: “Las Escrituras son perfectas, por cuanto han sido emitidas por la palabra de Dios y por su Espiritu”.

Tertuliano (¿155–220?) es el primero que usa los términos Nuevo Testamento y Antiguo Testamento, con lo cual los escritos cristianos reconocidos obtienen una categoría pareja a los libros judíos, que fueron los únicos que en un principio eran considerados como “Escrituras” sagradas. El Nuevo Testamento de Tertuliano está formado por los cuatro Evangelios, Hch., las 13 cartas de Pablo, 1 Jn., 1 P., Jud. y Ap. Menciona He., pero lo atribuye a Bernabé y no lo considera parte del N. T. En un principio incluyó en éste el Pastor de Hermas, pero después lo repudió enérgicamente llamándolo “ese Pastor apócrifo de los adúlteros”.7

La situación respecto al canon, a principios del siglo 3, podría resumirse en términos generales como sigue: Hay unanimidad prácticamente completa en cuanto a la canonicidad (aunque aún no se usa este vocablo) de los cuatro Evangelios, Hch., las cartas de Pablo, 1 Jn. y 1 P, Todavía están bajo discusión He., Sgo., 2 & 3 Jn., 2 P., Jud. y Ap. El debate sobre He. no parece haberse librado en cuanto a su contenido, sino en cuanto a su autor, ya que el requisito para entonces bien establecido era que el autor hubiera sido un apóstol. La discusión era sobre si Pablo era o no el autor. Lo mismo sucedía, al parecer, tocante a los otros libros considerados todavía como “dudosos”. Pero respecto al Apocalipsis, probablemente influía también su carácter tan diferente del de los libros generalmente aceptados. Por tanto, se necesitaba, para que el canon quedara claramente configurado, que se unificara la opinión en cuanto a estos libros. Por otra parte, todavía se usaban mucho otros libros, algunos de ellos tenidos por algún tiempo y en determinadas regiones por “canónicos”, cuyo carácter, a pesar de ello, no se consolidó, y al fin quedaron formalmente excluidos del canon. Como factor determinante principal en la formación del canon figuraba el consenso de las iglesias manifestado en la opinión y práctica de los escritores cristianos de más autoridad, y sobre todo en el uso de unos libros y la exclusión de otros en el culto, la catequesis y la apologética. Influyeron mucho también las controversias con los judíos, los filósofos paganos y los herejes, pues la defensa del cristianismo que se tenía como genuino tenía que basarse en documentos considerados con autoridad emanada, en última instancia, de Dios mismo. Un factor adicional, pero no sin importancia, ya mencionado antes, fue el empleo de la forma de códice para las colecciones de libros, la cual necesariamente implicaba discernimiento y selección de ellos.

Corresponde a Orígenes (185–254) el mérito de haber echado sólidas bases para la fijación final del canon. Para ello empleó el método de investigación que hoy llamaríamos “científico”. Porque viajando por muchos países tomó cuidadosa nota de la actitud y uso de las Iglesias con respecto a los muchos escritos que estaban en circulación, y los clasificó en “reconocidos”: los cuatro Evangelios, 14 cartas de Pablo (incluido He.), Hch., 1 Jn., 1 P. y Ap.; “disputados”: Sgo., Jud., 2 P., 2 & 3 Jn., y otros, entre los cuales dice que hay algunos dignos de aprecio sin ser “Escrituras”, y finalmente los libros simplemente “falsos” (pseudé). Es muy interesante su opinión, recogida por Eusebio, sobre la carta a los Hebreos. Dice: “El estilo de la epístola, que se titula Ad Hebraeos, carece de aquella rusticidad de lenguaje que es propia del apóstol (Pablo), pues él se confiesa rudo e imperito en el lenguaje, esto es, en la forma y regla de decir. Mas la epístola muestra gran elegancia de lenguaje griego en la composición de las palabras, como confesará quienquiera que pueda juzgar competentemente acerca de la diferencia de estilo. Y además, contiene sentencias admirables, de ninguna manera inferiores a los escritos apostólicos. Quienquiera que atentamente leyere los escritos de los apóstoles, confesará que esto es muy verdadero… Yo pienso de la manera siguiente: las sentencias son del apóstol, pero la dicción y composición de las palabras son de otro cualquiera, que quiso recordar los dichos del apóstol y como reducir a comentario las cosas que había oído al maestro. Por lo tanto, si alguna iglesia tiene esa epístola por paulina, sea alabada por ese motivo. Pues los mayores no enseñaron temeriamente que aquélla es de Pablo. Quien la haya escrito es sólo conocido por Dios, a mi parecer. Los escritores, cuyos documentos han llegado hasta nosotros, la atribuyen, unos a Clemente, obispo de la ciudad de Roma: otros, a Lucas, que dio a luz el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles”.8

Durante el siglo 3 estalla la disputa sobre la canonicidad del Apocalipsis en las iglesias orientales, que en cambio consideraban a la vez canónico el Pastor de Hermas. Cipriano de Cartago (¿-258) sólo cita, de las cartas universales, 1 Jn. y 1 P. Dionisio de Alejandría (190–265) ponía en duda que el autor del Apocalipsis fuera Juan el evangelista, pero no le negaba canonicidad. Otros muchos, como Luciano de Antioquía, lo repudiaron. En Occidente no se puso en tela de juicio, como en oriente. Las iglesias griegas lo incluyeron en su canon, pero lo excluyeron de su liturgia y de sus comentarios. Muchos de los manuscritos griegos del Nuevo Testamento no lo tienen. Y en cuanto a las iglesias sirias, con excepción de las monofisitas, nunca lo aceptaron como canónico.

A principios del siglo 4 se desata la feroz persecución ordenada por Dioclesiano, bajo la cual se generaliza la quema de escritos cristianos. Esto fomenta, por una parte, la multiplicación de las copias clandestinas de ellos, y por la otra acelera la fijación del canon. La iglesia tiene que decidir qué escrituras han de salvarse y preservarse a toda costa. Sin embargo, no se ha llegado todavía a una decisión final. Sigue la discusión sobre algunos libros. Algunos apócrifos siguen gozando de mucho favor. Por ejemplo, Metodio de Olimpo (¿-311) incluye en su lista de libros canónicos el “Apocalipsis de Pedro”. Cuando Eusebio de Cesarea (¿-265?-340) escribe su Historia eclesiástica, todavía hay libros como Sgo. y Jud. muy disputados. De esa primera carta dice: “Algunos la estiman espuria y supuesta”. De ambas afirma: “Sin embargo, sabemos que las dos se leen públicamente en muchas iglesias, juntamente con las demás” (II, 23). Da por no disputados los cuatro Evangelios, Hch. y 14 cartas de Pablo, incluyendo He. Pero de esta última añade que “ha sido repudiada por algunos hasta el extremo de decir que no era tenida como epístola cierta y genuina de Pablo por la iglesia de Roma” (II, 3, 25). Como libros todavía en discusión cita Sgo., Jud., 2 P., 2 & 3 Jn. y Ap. En cuanto a éste, deja en suspenso si debe considerarse entre los libros nóthoi (“espurios”) o entre los jomologúmenoi (“aprobados por el consentimiento de todos”). Se limita a hacer constar que algunos lo ponen en una categoría y otros en la otra (III, 25). Por su parte, los obispos Juan Crisóstomo de Constantinopla y Teodoreto de Cirro no utilizan Ap., 2 & 3 Jn., 2 P. ni Jud.

Probablemente de principios también de este siglo data el llamado Canon o Fragmento Muratori, así designado por L. A. Muratori, que los publicó en 1740, y que se había creído de fines del siglo 2. Sólo se le conoce en traducción latina de un manuscrito que debió de ser griego. Da una lista de libros aceptados generalmente como sagrados. Le falta el comienzo, así que el primero en mencionarse es Lc., pero como lo llama “tercer libro del Evangelio”, es indudable que antes ha mencionado Mt. y Mr. La lista sigue con Hch., las 13 cartas de Pablo. Jud., “dos cartas que llevan el nombre de Juan” (seguramente 1 & 2) y Ap. Incluye un apócrifo, el “Apocalipsis de Pedro”, pero advierte que existe oposición a la lectura de este libro en público. De todos modos, su inclusión en la lista es indicación de que todavía en el siglo 4 había apócrifos que gozaban de mucha estimación entre los cristianos. No da 1 P., pero al parecer fue una omisión por inadvertencia, porque según otros testimonios en esos tiempos esa carta era ya generalmente aceptada como canónica. Excluye explícitamente el Pastor de Hermas, la Carta a los Laodicenses y la Carta a los Alejandrinos. Y curiosamente menciona un deuterocanónico del Antiguo Testamento, la Sabiduría (“de Salomón”). Es muy probable que este valioso documento se haya originado en el oriente, no en Roma como se había creído.

En el segundo decenio del siglo 4, Constantino decidió patrocinar el cristianismo, después de levantarse, en el Edicto de Milán, la prohibición de su ejercicio. Pidió entonces al historiador Eusebio de Cesarea que le formara 50 códices de las sagradas escrituras cristianas. No sabemos qué libros contenían, porque todos ellos se perdieron, y no existe información del propio Eusebio al respecto. Pero el hecho mismo de que la Iglesia hubiera obtenido ahora reconocimiento legal, y que por tanto sus escrituras pudieran en lo sucesivo ser copiadas y difundidas abiertamente, fue gran paso hacia la final definición del canon neotestamentario, sobre el cual seguía habiendo discusión. Hilario de Poitiers (315?-367), por ejemplo, parece no aceptar Sgo. Ambrosio de Milán tampoco, ni Jud., 2 P. y 2 & 3 Jn. El canon llamado de Mommsen sólo incluye como canónicas, las cartas universales, 1 & 2 P. y las tres de Juan. En cambio, el llamado Catálogo claromontano menciona las siete. Los Padres Latinos de hasta la mitad de este siglo no utilizan He., Sgo., 2 & 3 Jn., 2 P. y Jud. Después añaden ya He. a las cartas de Pablo y admiten las cuatro últimas universales mencionadas. Cirilo de Jerusalén y Gregorio de Nazianzo emiten sus listas con sólo 26 libros: falta Ap., que en cambio incluye en la suya Epifanio de Constancia. Atanasio (295?-373) insiste en la canonicidad de Ap. y su influencia tiene mucho que ver en la final aceptación de este libro. En su Carta de Pascua (367) da la primera lista de libros formada sólo por los actuales 27 del Nuevo Testamento. Por otra parte, menciona como libros autorizados para leerse con fines de instrucción religiosa dos apócrifos: el Pastor de Hermas y la Didajé (“Enseñanza de los apóstoles”), ambos de antiguo muy apreciados, como ya hemos visto en su oportunidad. Atanasio llama los escritos de su lista “libros canonizados que se nos han transmitido y que se cree que son divinos”.

La aparición de la Vulgata, cuyo Nuevo Testamento está formado por los actuales 27 libros, fue un poderoso apoyo a los que de ellos se discutían todavía. Pero es muy de notarse que San Jerónimo, por otra parte, tradujo y citaba con aprecio el apócrifo “Evangelio según los Hebreos”, aunque ciertamente no le reconocía canonicidad. Para entonces comienza ya el dictamen de los sínodos y concilios. El sínodo de Roma (382), luego el de Hipona (397), después el de Cartago (397), declaran sucesivamente cerrado el canon del Nuevo Testamento con los 27 libros. La regla 39 de este último establece que “aparte de los escritos canónicos (esos 27) nada puede leerse en las iglesias bajo el nombre de escrituras divinas”. Pero decretó, como excepción, que los apócrifos llamados “Martirios”, podían leerse en ellas en el aniversario del mártir correspondiente. La influencia de San Agustín en estas asambleas, sobre todo en las de Hipona y Cartago, fue decisiva, como lo había sido para la inclusión de los deuterocanónicos del Antiguo Testamento en la Vulgata. En su trabajo De Doctrina Cristiana da una lista de libros tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento que es la misma de Cartago, aunque reconocía diversos grados de autoridad entre ellos. La regla de este sínodo en cuanto a la lectura de los “Martirios” o “Pasiones” de santos es la misma que San Agustín asienta en sus escritos, con tal de que se entendiera que no eran escrituras canónicas. Para él la canonicidad se establecía por la autoridad de la mayoría de las iglesias cristianas especialmente de las fundadas por apóstoles y de las destinatarias originales de las cartas paulinas y de las universales. Pero como la autoridad de las decisiones de los sínodos se limitaba legalmente a la zona que estaba en ellos representada, y en todo caso, tardaban en llegar a todos los ámbitos del mundo cristiano de la época, se da el caso de que, a pesar de las decisiones citadas, todavía hacia el año 400 las Constituciones apostólicas omiten Ap. en su lista del canon, y en cambio añaden I & II Clemente. Más extraño es todavía que tres siglos más tarde el Concilio de Constantinopla (691) ratificara esa lista. Y es que, a diferencia de las iglesias latinas, las griegas tardaron más en aceptar Ap. Es en 500 cuando aparece entre ellas su primer comentario del Apocalipsis, compuesto por Andrés de Cesarea. Y hasta el siglo 10 se hallan aún manuscritos bíblicos que no lo contienen, si bien se le encuentra en manuscritos de carácter teológico. De todas maneras, por más que durante tanto tiempo, según hemos visto, He., Sgo., 2 P., 2 & 3 Jn., Jud. y Ap. se consideraron, si no como “apócrifos” propiamente dichos, sí como deuterocanónicos del Nuevo Testamento (algunos eruditos católicos los llaman así todavía hoy), bien puede decirse que para fines del siglo 4 había quedado ya establecido, como final e irrevocable, para la gran mayoría de las iglesias, el canon de los 27 libros del Nuevo Testamento.

No puede hablarse, sin embargo, ni a estas alturas, de completa unanimidad. Un canon llamado Sinaítico, del propio siglo 4, añade una 3 Co., así como una curiosa carta de los corintios dirigida a Pablo. La Iglesia Siria, cuyo origen como tal se fija hacia el año 200, usó hasta fines del siglo 5, no los Evangelios directamente sino el Diatésaron de Taciano, del cual se había hecho poco después de su aparición una versión siríaca. Por el mismo tiempo, fines del siglo 2, o ya en el siglo 3, se habían vertido a esa lengua Hch. y 15 cartas de Pablo, porque se había añadido a las 14 canónicas una 3 Co. En el siglo 4 el canon siríaco se compone de esos libros, es decir, 17. Pero hacia el año 400 aparece una lista que en vez del Diatésaron da los cuatro Evangelios y omite 3 Co. Poco antes, o entre 400 y 430, aparece la versión llamada Peshitta, a la lengua citada, con los libros de la lista anterior, pero con la adición de Sgo., 1 P. y 1 Jn. En esa época el episcopado sirio prohíbe el uso del Diatésaron y se procede a destruir las copias existentes, lo cual se efectuó tan completamente que hasta la fecha no se ha encontrado una sola de ellas. Sólo se conoce una hoja en pergamino con un fragmento del texto griego original. En el siglo 5 tiene lugar la división de la Iglesia Siria en nestorianos (al oriente) y monofisitas, llamados también jacobitas (al occidente). Los nestorianos adoptaron la Peshitta como estaba. Los monofisitas la revisaron a principios del siglo 6 y le añadieron 2 & 3 Jn., 2 P., Jud. y Ap. En la actualidad la mayoría de las iglesias sirias se apega a la antigua Peshitta, de la cual están ausentes los libros acabados de citar. El canon de la Iglesia Etíope se compone de 35 libros, los 27 canónicos, y ocho más que no lo son. El Nuevo Testamento en su versión gótica jamás incluyó Ap. Y todavía en la Edad Media hay manuscritos en latín, incluyendo algunos de la propia Vulgata, que incluyen la apócrifa “Carta a los Laodicenses”. Lo mismo hace la Biblia Alemana (1466).

El Concilio de Florencia (1441) ratificó el carácter canónico de los 27 libros, lo cual fue finalmente decretado por el de Trento (1546). Todo esto regía para las iglesias de occidente o latinas. En cuanto a las iglesias griegas ortodoxas hubo que esperar hasta 1672 para que, por decreto del Sínodo de Jerusalén, su canon neotestamentario de 27 libros quedara por fin oficialmente cerrado. Y así entramos ya en la época del Renacimiento y la Reforma. Realmente no queda ya mucho que decir respecto al canon del Nuevo Testamento. Erasmo, en sus ediciones del texto griego de éste, se atiene a los 27 libros, aunque ciertamente no ignora la historia del canon con todos sus problemas y vicisitudes. En cuanto a Lutero, según Jules Breitenstein, erudito protestante, no habría querido aceptar para el Nuevo Testamento un canon técnicamente fijado por la Iglesia Católica Romana, sobre todo después de Trento. Habría preferido y, según dicho autor, hasta ensayado, “elaborar un nuevo canon” que favoreciera más claramente la doctrina que para él era el pivote de la teología cristiana: la de la salvación por la fe.9 Aunque no fuera así, es bien sabido que el Reformador dudaba de la canonicidad de He., Sgo., Jud. y Ap. Y no precisamente por razón doctrinal —aunque sin duda Sgo. no le simpatizaba por su hincapié en las “obras”—, sino porque en su opinión era dudoso que fueran en verdad apostólicos. Pensaba que en todo caso quedarían mejor al final, como un apéndice al Nuevo Testamento. Los conservó sin embargo, en su traducción alemana, si bien puso los tres primeros al final, haciendo compañía al Apocalipsis. La Reforma, no obstante, en todas las formas que adoptó— luterana, reformada, “no conformista” y demás—, mantuvo sin vacilaciones el canon de 27 libros. En el caso del Nuevo Testamento no hay, por lo tanto, ningún problema canónico entre las tres grandes ramas de la Iglesia Cristiana: la Católica Romana, la Griega Ortodoxa y la formada por las demás iglesias de tradición occidental, no obstante su variedad. El Nuevo Testamento, sin que esto signifique en modo alguno el repudio del Antiguo, constituye su tesoro más preciado.

1 The Cambridge History of Bible, I, 232.

2 Apol., 1, 14.

3 Cit. por Eusebio, Historia Eclesiástica, III, 13.

4 Primera Carta a los Corintios, 46, 47.

5 Este famoso pasaje no se halla en los manuscritos griegos de Jn. más antiguos, y muchas de las versiones no lo incluyen. Los manuscritos griegos que lo insertan lo hacen en diverso lugar de Jn., y aun hay algunos que lo ponen después de Lc. 21.38. Es posible, sin embargo, que haya provenido de un. tradición oral sólo diferente de la que se recoge en Jn.

6

He aquí una lista de esa clase de libros, hasta donde hemos podido reunirla acudiendo a diversas fuentes. La gran mayoría, como se ve, son seudoepígrafos, es decir, llevan como supuesto autor algún personaje importante de los tiempos apostólicos, especialmente apóstoles mismos. Pueden clasificarse en cuatro grupos: “Evangelios”, “Hechos”, “Cartas” y “Apocalipsis”.

Evangelios: “según los Hebreos”, “según los Egipcios”, “Arábigo de la Infancia” (de Jesús) “Armenio de la Infancia”, “según Tomás”, (del que hay fragmentos griegos del siglo 3, único que, en su versión cóptica del siglo 4, ha llegado completo hasta nosotros), “Protoevangelio de Santiago”, “de Pedro” “de Bartolomé”, “de Basílides”, “de los Ebionitas”, “de Marción”, “del Nacimiento de María”, “de Nicodemo”, “de Matías”, “de los Nazarenos”, “de Felipe” y “del SeudoMateo”. En esta clase han de ponerse otros que no llevan la palabra “Evangelio” en su título, como el “Relato de José de Arimatea”, la “Asunción de la Virgen”, el “Libro de la Resurrección de Cristo, por el apóstol Bartolomé”, la “Historia de José el Carpintero”, “Dichos de Jesús” y el “Libro de Juan sobre la Dormición de María”.

Hechos: “de Pablo”, “de Pilato”, “de Juan”, “de Pedro”, “de Andrés”, “de Tomás”, “de Andrés y Pablo”, “de Andrés y Matías”, “de Bernabé”, “de Santiago el Mayor”, “de Juan” (por Prócoro), “Eslavónico de Pedro”, “de Pedro y Andrés”, “de Pedro y Pablo”, “de Felipe”, “de Tadeo”, “de Felipe en Hellas”, “de Pablo y Tecla”, y “de Pedro y los Doce Apóstoles”. Dentro de esta sección pueden considerarse los “Martirios”, como el “de Pablo”, “de Mateo”, “de Pedro”, “de Pedro y Pablo”, “de Tomás” y “de Bartolomé”.

Cartas: (de Pablo) “a los Laodicenses”, “a los Alejandrinos” (atribuida a Pablo), “de Cristo y Abgaro”, “de Léntulo”, “de Tito”, “de los Apóstoles”, “Tercera a los Corintios”, “de Pablo y Séneca” y “de Engnosto”.

Apocalipsis: “de Pedro”, “de Pablo”, “de Santiago”, “de Esteban”, “de Tomás”, “de la Virgen”, “de Dositeo”, “de Esdras”, “de Juan”, “de Moisés” y “de Zostriano”.

Además, hay otros muchos que podrían caber dentro de una u otra de esas clases, como “Historia apostólica de Abdías”, “Historia de Andrés” (fragmentaria), “Ascensiones de Santiago”, “Predicación de Pedro” “Alógenes Supremo”, “Sabiduría de Jesús”, “Libro Secreto de Juan”, “Reivindicación del Salvador” (que contiene la leyenda de la Verónica), “Diálogo del Salvador”, “ Enseñanzas de Silvano”, “Ágrafos”, “Constitución y Cánones Apostólicos”, “Cerinto”, “Melcón”, “Pistis Sofía” y los ya antes mencionados de Pastor de Hermas y Didajé. (Algunos de los libros de toda la lista anterior son posteriores al siglo 2).

7 Según el Muratori este libro podía leerse en privado, pero no en el culto público, pues Hermas lo había escrito “muy recientemente, en la ciudad de Roma, durante el episcopado de su hermano Pío”.

8 Hist. ecl., VI, 25.

9 Dictionnaire Encyclopédique de la Bible, t. I, 163.

Baez-Camargo, G. (2000, c1980). Breve historia del canon biblico : Tercera edicion (electronic ed.) (88). Miami: Sociedades Biblicas Unidas.