Canon del At Griego LXX

Canon Griego La Septuaginta LXX

La Septuaginta es la primer compilación del Antiguo Testamento, por parte de los Griegos en el periodo de Tolomeo, quien realizo una petición a los Judíos que realicen una traducción del los textos Hebreos al griego para la biblioteca de Alejandría. Esta seria realizada por 70 rabinos Judíos, quienes traducirían los textos Hebreos al Griego. Esta versión seria muy relevante para la historia y el periodo de la Iglesia Cristiana.

Pizarra de apoyo de la lección 

FORMACIÓN DEL “CANON” GRIEGO

(SEPTUAGINTA)

La primera colección propiamente dicha que se formó de los libros sagrados hebreos fue al prepararse una versión griega de ellos, la que recibió el nombre de Versión de los Setenta o Septuaginta. En el relato de cómo se llevó a cabo se mezclan pintorescamente la historia y la leyenda.

Desde muy antiguo se había establecido en Egipto una numerosa colonia judía, especialmente con la emigración en masa tras la caída de Jerusalén en manos de los babilonios (587 a.C.). Los centros más importantes de inmigrados judíos eran Elefantina y Alejandría, sobre todo esta última. Dedicados principalmente al comercio, pero también al desarrollo de la cultura, ejercían una gran influencia. Entre los más grandes filósofos de la época figura Filón, judío alejandrino. Los monarcas, de origen griego, eran grandes impulsores de las ciencias y las letras. La Biblioteca de Alejandría era un verdadero emporio de la sabiduría y la literatura. Los judíos, al cabo de varias generaciones, conocían el hebreo sólo como una lengua litúrgica, y más y más sentían la necesidad de poseer en su lengua cotidiana, el griego, los tesoros de la literatura judaica, entrañablemente religiosa, comenzando con la Toráh y siguiendo con los demás libros que la tradición tenía por sagrados, en que la historia y la religión de su pueblo estaban tan indisolublemente vinculados. Este anhelo fue el origen y la motivación para la versión Septuaginta.

Y ahora entra la leyenda. Se consigna particularmente en la llamada Carta de Aristeas, probablemente de fines del siglo 2 a.C. Según ella, Ptolomeo II Filadelfo, que reinó en Egipto de 285 a 246 a.C., ordenó, por sugerencia de su bibliotecario Demetrio Falereo, que se hiciera la traducción. Por instrucciones del rey, uno de sus funcionarios, llamado Aristeas, viajó de Alejandría a Jerusalén para pedir al sumo sacerdote Eleazar que enviara un equipo de traductores. El dignatario judío habría mandado entonces 72 ancianos, los cuales en 72 días, trabajando por separado, habrían producido una versión unánime. Pero la Carta de Aristeas se refiere sólo a la traducción del Pentateuco. Josefo, al consignar el relato, dice que lo traducido fue “la ley”, o “las leyes”, lo cual parece confirmarlo (Ant., XI, 2, 13). La traducción recibió el nombre de Septuaginta o de los Setenta (LXX), tomando esta cifra redonda en vez de los legendarios 72. Después se hizo extensivo a toda la versión, que se completó hacia 150 a.C., como se deduce del prólogo al Eclesiástico (132 a.C.) que hace alusión indirecta a ella. No sabemos quiénes fueron los traductores que hicieron el trabajo, pero habiendo tardado éste unos 100 años, es claro que la labor se fue haciendo gradualmente y por diversos individuos o grupos, trabajando al parecer cada uno por su lado. Esto se echa de ver por las diferencias de estilo y de calidad que se advierten en el griego usado y en la manera de traducir.

¿Qué libros fueron los traducidos al griego para formar la Septuaginta? Desde luego, no hay motivos para dudar de la ortodoxia de los judíos alejandrinos, y por consiguiente de que se tradujeron los libros que ya para entonces se consideraban en Palestina como libros sagrados, si bien no debe olvidarse que todavía no había un dictamen de las autoridades religiosas judías que fijaran con precisión su número. Es del todo probable que en la formación de la colección vertida al griego intervinieran, además de las consideraciones específicamente religiosas, también las de orden histórico y literario. Lejos de la patria, era natural que los judíos quisieran tener en su lengua de uso cotidiano, el griego, no sólo aquellos libros normativos de su vida moral y religiosa, sino también algunas muestras, que para ellos serían muy apreciadas, de la literatura y la historia judías en general. Esto permite pensar que los judíos de Alejandría tenían un concepto más amplio que el de los de Palestina en cuanto a los que consideraban como libros sagrados. Por ello también parece natural esperar que en la LXX incluyeran otros libros, además de los que más de dos siglos después iban a formar el canon hebreo oficial. Pero la cuestión es otra vez: ¿Cuáles eran estos libros adicionales?

El hecho es que no lo sabemos con certeza, porque, excepto algunos fragmentos de papiros hallados en Egipto, las copias de la LXX que se conocen hasta hoy son todas de manos de copistas cristianos, incluyendo los manuscritos completos más antiguos: el Sinaítico y el Vaticano, ambos del siglo 4, y el Alejandrino, del siglo 5 A.D. En esas copias figuran escritos no incluidos en el canon hebreo. Pero aun así, hay dos hechos que dificultan el problema de cuáles eran los contenidos en la Septuaginta alejandrina original. El primero es que cuando se hizo la versión griega, no se conocía la forma llamada códice, o sea la de hojas encuadernadas para formar un solo volumen, invento griego empleado primeramente por los cristianos para coleccionar sus libros sagrados. La versión griega original se escribió, por tanto, en rollos sueltos, que podían circular juntos o separados. Seguramente que una colección de ellos se conservó en la sinagoga de Alejandría, pero no subsiste ninguna lista de los que la formaban. El segundo hecho es que no todas las copias que existen contienen exactamente los mismos libros no pertenecientes al canon hebreo. Por ejemplo, II Esdras no se halla en ninguno de los códices griegos que han llegado hasta nosotros. Algunas copias incluyen III y IV Macabeos y un Salmo 151 que faltan en otras. Y no en todas se encuentra la “Oración de Manasés”. La presencia de escritos adicionales, aun tenida cuenta de estas diferencias, en las copias de la LXX que conocemos, deja la fuerte impresión de que en la selección de los libros que formarían parte de ella, los judíos alejandrinos ejercieron bastante libertad y latitud. No sabemos con certeza, en fin de cuentas, cómo era la Septuaginta original, salvo la conjetura de que, por las razones antes expuestas, seguramente contenía todos los libros del canon hebreo. En lo que hay inseguridad es en cuáles eran en ella los adicionales, aunque tampoco hay motivo para dudar de que, en términos generales, contenía la mayoría de los que, unas con otras, aparecen en las copias cristianas, si no es que todos ellos.

El problema es tal que un erudito de tanto relieve como G. W. Anderson, de la Universidad de Edimburgo, insiste en que no hay indicación de que el concepto alejandrino del canon fuera más extenso que el palestino, y que si había diferencia entre ambos, el alejandrino sería más limitado y no más amplio. En consecuencia afirma que no hay prueba definida de que en Alejandría se asociaran otros libros con los del canon hebreo. Pero es interesante que a su afirmación le añade una reserva. Eso fue “durante el periodo antes de ser la LXX adoptada por la Iglesia Cristiana”.1 Casi insinúa que los escritos adicionales, que según él no figuraban en la LXX alejandrina judía original, fueron incorporados por los cristianos, lo cual no sabemos que ninguna otra autoridad en la materia haya siquiera sugerido. Pero el hallazgo en Qumrán de fragmentos de algunos de esos escritos, como Eclesiástico, la Carta de Jeremías y Tobit, indica claramente que por lo menos algunos de ellos se conocían y gozaban de cierta popularidad en la propia Palestina desde el siglo 2 ó 1 a.C. Los alejandrinos, que consideraban Palestina como su centro espiritual y cultural, los habrían conocido también, y no habrían encontrado grave inconveniente en incorporarlos a su colección.

Por supuesto, dada la época en que se produjo la LXX, no es posible saber si los judíos de Alejandría consideraban esos escritos adicionales como de autoridad en el mismo sentido e igual grado que los que más tarde formaron el canon hebreo. Hay pruebas de que, por encima de todos los libros de su colección, consideraban, fuera de toda duda, la Toráh (Pentateuco o la Ley) como de suprema autoridad divina. Siguiendo la pauta de Palestina, que nunca dejaron de tener por normativa, pondrían como siguientes en valor y autoridad los Profetas y seguidamente los Escritos, entre los cuales seguramente el más apreciado sería el libro de los Salmos. Después de los Escritos, como en último lugar, y como de menor valor y autoridad, pondrían los escritos adicionales, entre los cuales habría sin duda también una gradación en estima, con Eclesiástico, Sabiduría y quizá I Macabeos como los más apreciados.

Los escritos que no aparecen en el canon hebreo y que figuran en la LXX, según las copias cristianas que han llegado hasta nosotros, recibieron en un principio y conservaron hasta nuestros días el designado de apócrifos. El término les fue aplicado primeramente por Cirilo de Jerusalén (siglo 4 A.D.) y San Jerónimo (siglo 5 A.D.). Lo usaron, sin embargo, no en el sentido que la palabra tiene hoy en el lenguaje común y corriente, o sea, el de “falso” o “espurio”, sino en su sentido propio original de “oculto” o “secreto” (del verbo griego apocripto, “ocultar”). Es pues, sinónimo, o más bien equivalente, del hebreo guenuzí, y tiene la misma aplicación, que ya hemos explicado anteriormente. Debido a que el vocablo fue adquiriendo en el uso general un sentido diferente del que tuvo en el uso técnico que se le había venido dando tradicionalmente en materia bíblica, desde el siglo 16 empezó a emplearse para designarlos la palabra “deuterocanónicos”, es decir, pertenecientes a un segundo canon o a un canon secundario, o sea el “canon” griego (la LXX). Esta segunda designación ha sido favorecida por los católicos romanos, en tanto que “apócrifos” es de uso corriente entre los protestantes. Los católicos llaman “apócrifos” a los libros que los protestantes designan como “seudoepígrafos”.2 Sin embargo, por razón de la indicada alteración que ha sufrido el vocablo en el curso del tiempo y en el habla ordinaria, en la actualidad van siendo más los biblistas protestantes que prefieren usar el término deuterocanónicos.

¿Cuáles son los libros antiguamente llamados “apócrifos” y ahora “deuterocanónicos”? También aquí se presenta el problema de la diferencia entre los códices griegos y entre las varias ediciones de la LXX y de las versiones que la siguen. Tomemos como tipo el Códice Alejandrino, ya mencionado. Contiene I Esdras, Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, Baruc, Epístola de Jeremías, I, II, III, y IV Macabeos, las adiciones a Ester, las adiciones a Daniel, las Odas, como adición a los Salmos, compuestas por Ex. 15.1–19, Dt. 32.1–43, 1 S. 2.1–10, Jon. 2.3–10, Hab. 3, Is. 38.10–20, la Oración de Manasés, las adiciones a Daniel, y (demostrando que es un códice cristiano) Lc. 1.46–55, Lc. 2.29–32, Lc. 1.68–79 y Lc. 2.14. Tiene además una colección de escritos que forman un “Himno matutino” y los Salmos de Salomón. El Códice Vaticano contiene lo mismo, excepto I y II Macabeos.

De fines del siglo 4, prácticamente contemporánea de los tres grandes códices griegos antes mencionados, es la versión latina que vino a llamarse la Vulgata, preparada por San Jerónimo (¿347?-420) según instrucciones del papa Dámaso. Siendo un erudito hebraísta, y además hebreófilo reconocido, San Jerónimo quiso en un principio limitar su versión al canon de Yabneh. Pero dos circunstancias hicieron que al fin incluyera en ella los deuterocanónicos. La primera fue el precedente establecido por las versiones latinas antiguas que, basándose más bien en la Septuaginta, los incluían. Las instrucciones, recibidas del papa Dámaso eran que revisara las varias versiones latinas existentes y produjera una sola que viniera a ser la autorizada por la Iglesia occidental. La segunda circunstancia era tal vez de más peso, y era el hecho de que la Iglesia había venido usando la LXX como su Biblia, y los creyentes estaban acostumbrados a considerar los deuterocanónicos como parte de ella. Hubo, pues, fuertes presiones de cristianos influyentes, muy especialmente de San Agustín, para que esos libros no se excluyeran de la nueva versión latina. En vista de todo ello, San Jerónimo transigió. En un tiempo se había referido a los apócrifos en general diciendo que son “como el loco vagar de un hombre cuyos sentidos lo han abandonado” (Ep. 57, 9). Y tal vez porque su lectura requiere maduro discernimiento, aconseja que a una jovencita llamada Paula se la eduque para “evitar todos los libros apócrifos, y si alguna vez desea leerlos, no por la verdad de sus doctrinas sino por respeto a sus maravillosos relatos, que se dé cuenta de que no fueron escritos realmente por aquellos a quienes se atribuyen, que hay en ellos muchos elementos defectuosos, y que se requiere mucha pericia para buscar el oro entre el fango”(Ep. 107, 12).3

Pero tratándose concretamente de los deuterocanónicos, y en su trabajo como traductor y redactor de la Vulgata, compartía el criterio de sus contemporáneos Rufino y Atanasio, llamándolos libri ecclesiastici (en el sentido de libros aceptados por la Iglesia), para distinguirlos de los libri canonici (libros canónicos) o hebraica veritas (verdad hebraica), es decir, los del canon hebreo. A los ecclesiastici les llamaba también hagiographi (lit. “libros santos”). En su Prologus galeatus dice que los libros canónicos del Antiguo Testamento son 22, como las letras hebreas, pero que algunos incluyen Rut y Lamentaciones entre los Escritos, lo cual da 24. Añade que cinco de los libros —Samuel, Reyes, Jeremías-Lamentaciones, Crónicas y Esdras-Nehemías— pueden dividirse en dos, con lo cual los 22 resultan 27. En ese mismo escrito designa Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, I & II Macabeos y Pastor de Hermas (este último, un libro cristiano que de seguro figuraba en algunas copias) como apócrifos. Como hizo su traducción de Ester del texto hebreo y no del griego, no incluyó las adiciones. Y antecedió su versión latina de Judit, Tobit, Macabeos, Eclesiástico y Sabiduría no sólo con la nota de no hallarse en hebreo, sino con la advertencia de que pueden leerse ad edificationem plebis, non ad auctoritatem ecclesiasticorum dogmatum confírmandam (“para edificación del pueblo, mas no para confirmar la autoridad de las doctrinas de la Iglesia”).4 No parece que haya incluido Baruc en su versión, porque ningún manuscrito antiguo de la Vulgata contiene este libro. Se supone que fue incorporado como por el año 800 por Teodulfo de Orleans.

En forma muy parecida al caso de la LXX original, no sabemos con toda seguridad qué deuterocanónicos contenía la versión de San Jerónimo, que no recibió el nombre de Vulgata hasta el siglo 13, al parecer primeramente por Rogerio Bacón, el franciscano inglés. Inventada la imprenta, fue, como se sabe, el primer libro impreso por Gutenberg, en Maguncia. En 1590 se publicó, por orden de Sixto V, una edición que por ello se denominó Sixtina, y que, muerto este papa, fue reemplazada en 1592, bajo Clemente VIII, por otra, llamada por idéntica razón Clementina (o “sixto-clementina”). La Sixtina no contenía I & II Esdras. La Clementina colocó estos libros al final, añadiendo la Oración de Manasés, todos con un tipo de letra más pequeño. La Clementina fue declarada como definitiva y es la que se usa en latín hasta hoy. La edición Weber, publicada por la Sociedad Bíblica de Stuttgart, contiene los siguientes escritos deuterocanónicos:

Tobit (Tobías), Judit, adiciones a Ester agrupadas al final del libro protocanónico,5 Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, con la Carta de Jeremías al final, adiciones a Daniel 6 y I & II Macabeos. Después del Nuevo Testamento, como Apéndice, aparecen la Oración de Manasés, III & IV Esdras, Salmo 151 y Carta a los Laodicenses.

En cuanto a la Septuaginta, la edición moderna que se considera estándar es la de Rahlfs, publicada también por la Sociedad Bíblica de Stuttgart. Contiene los siguientes deuterocanónicos I Esdras, 7 Judit, Tobit, adiciones a Ester,8 I, II, III & IV Macabeos, Salmo 151, Odas,9 Sabiduría, Eclesiástico, Baruc (con la Carta de Jeremías al final), y adiciones a Daniel.10 Hasta donde sabemos, los deuterocanónicos fueron escritos originalmente, unos en griego: II Macabeos, parte de Sabiduría y las dos cartas de Artajerjes en Ester; otros en hebreo: Baruc, Eclesiástico, Judit y el resto de Sabiduría, y algunos en arameo: las dos cartas del principio de II Macabeos, Tobit, el Ester del que se hizo la versión griega, la Carta de Jeremías y II Esdras (I Esdras de Rahlfs).

Como en el caso del canon hebreo, los manuscritos de la LXX difieren en cuanto al orden de los libros. El orden generalmente adoptado en las ediciones impresas es el del Códice Vaticano (B). Las versiones antiguas y modernas en otros idiomas, incluyendo el castellano, han seguido en general este orden. Según él, después del Pentateuco, vienen agrupados los libros históricos, luego los poéticos (en los que se incluyen los de la sabiduría o sapienciales) y finalmente los proféticos. Sin embargo, algunas versiones contemporáneas castellanas, como la Nueva Biblia Española y la Cantera-Iglesias, han introducido un nuevo agrupamiento. Lo mismo hacen algunas ediciones en otros idiomas.

Obviamente, cuando Jesús y los apóstoles hablaban de “la escritura” o “las escrituras”, no podían referirse más que a lo que hoy llamamos Antiguo Testamento, porque el Nuevo Testamento no existía todavía. Desde luego, la Biblia de Jesús y sus discípulos era la constituida por los rollos que se leían y estudiaban en la sinagoga a que todos ellos asistieron. Como todavía no estaba cerrado el canon hebreo en su época, no podemos estar absolutamente seguros de cuáles eran esos rollos. Pero, como hemos visto en nuestra reseña de la historia del canon hebreo, eran, con suma probabilidad, solamente los que a fines de ese primer siglo de nuestra era se declararon canon oficial (cf. Lc. 24.44, ya citado antes). Por lo menos los Salmos existían también en arameo, como se ve por la cita del 22 que Jesús hizo estando en la cruz (Mt. 27.46).

Al parecer, Jesús conocía también el griego, que era en Palestina como una segunda lengua, por lo menos entre personas de alguna educación. Si así era, es probable que conociera los escritos de la versión griega, entonces de uso como lectura general. Pero, si fue así, no tenemos el menor indicio en los Evangelios o en el resto del Nuevo Testamento, del concepto que podría haber tenido de los deuterocanónicos. No podría hacerse otra cosa, a ese respecto, que aventurarse en conjeturas sin ninguna base firme. El hecho es que ninguna de sus referencias o citas escriturales puede corresponder a alguno de los libros deuterocanónicos. La cita que hace en Lc. 11.49–51a (Mt. 23.34, 35), no se encuentra en ninguno de los libros canónicos, pero tampoco es de algún deuterocanónico. Se ha sugerido que quizá estuviera citando un libro llamado La sabiduría de Dios (que, desde luego, no sería el deuterocanónico Sabiduría, llamado “de Salomón”), pero esto es sólo una atractiva conjetura. Tampoco se sabe la procedencia de su cita en Jn. 7.38. No se halla en ningún libro canónico o deuterocanónico. Pero Jesús, cualquiera que fuera el escrito citado, lo consideraba y así lo dice, como escritura sagrada: “la Escritura”.

Con toda probabilidad, los libros del canon hebreo fueron también, por la misma razón aducida arriba, la Biblia de los primeros judíos convertidos al cristianismo en Palestina, y en particular de la iglesia de Jerusalén. Esto cambió, sin embargo, en el curso del propio siglo primero, especialmente por la rápida difusión del cristianismo naciente entre los judíos de la Dispersión y los gentiles, unos y otros de habla griega, de modo que el Nuevo Testamento, formado durante la segunda mitad de ese siglo, hubo de componerse de escritos en griego, no en hebreo y ni siquiera en arameo. Por esa razón los cristianos, al tratarse del Antiguo Testamento, o sea de “la Escritura” conocida hasta aquel entonces, utilizaron a tal punto la versión griega Septuaginta que ésta vino a ser, de hecho, la Biblia de la Iglesia Primitiva. Y no hay bases documentales para pensar que, en un principio, hayan hecho distinción entre unos libros y otros de los que contenía. Con toda probabilidad consideraban toda la colección como Escritura inspirada divinamente. Y hasta es muy probable que, en cuanto a la versión misma, siguieran el criterio de Filón y la consideraran tan inspirada como los originales hebreos.

La mayoría de las citas del Antiguo Testamento en el Nuevo, 80 por ciento según el cómputo de Pfeiffer, se hacen directamente de la LXX y no del texto hebreo. Por supuesto, los cristianos se daban cuenta de las diferencias que hay entre ambos, pero en algunos de los Padres de la Iglesia llegó a ser tanta la confianza que le tenían a la Septuaginta que, por ejemplo, Justino, en su Diálogo con Trifón, un judío, acusaba a los judíos de haber alterado deliberadamente el texto hebreo para suprimir en él pasajes que identifican a Jesús como el Mesías y que se encontraban en las copias de la LXX usadas por los cristianos.11 Jerónimo les hacía una acusación semejante al comentar Gá. 3.13. Pablo, en Ro. 3.2, dice que “a los judíos se les confiaron los oráculos de Dios”, pero naturalmente, escribiendo, como lo hacía, unos 30 años antes de Yabneh, no se puede estar seguro si entre esos oráculos divinos incluía o no los deuterocanónicos contenidos en la versión griega que él manejaba y citaba. El griego de 2 Ti. 3.16 parece favorecer la traducción “Toda Escritura está inspirada por Dios”, en vez de “Toda la Escritura”, pero ni en un caso ni en otro es posible saber con certeza qué libros consideraba Pablo como “Escritura” o “Escrituras”. Sin embargo, la mayor probabilidad es que, habiendo sido educado en la estricta ortodoxia judía, se estaría refiriendo precisamente a los escritos sagrados ya generalmente reconocidos por las autoridades rabínicas, y que, como se dijo ya en su debido lugar, es casi seguro que eran los que más tarde formarían el canon de Yabneh. Es un hecho que no hay en el Nuevo Testamento citas directas y textuales de los libros deuterocanónicos. Pero la cita directa o la falta de ella de algún libro es realmente un dato neutral que no va en favor ni en contra de la autoridad de él. Tampoco se citan directamente en el Nuevo Testamento Josué, Jueces, Crónicas, Esdras-Nehemías, Esther, Eclesiastés, Cantares, Lamentaciones, Abdías, Nahum ni Sofonias. En cambio se citan apócrifos que no llegaron a aceptarse ni siquiera como deuterocanónicos. En Jud. 9 la referencia y la cita son de la “Asunción de Moisés”, identificación hecha ya por Orígenes (siglo 3). En 14 y 15 se cita textualmente y por nombre el “Libro de Enoc”,12 y en 6 y 13 se advierten influencias del mismo apócrifo. Orígenes decía que la cita de 1 Co. 2.9 es del “Apocalipsis de Elías”. Es también la opinión sustentada más tarde por San Jerónimo (siglo 4). Esta cita se suele dar como de Is. 64.4, pero no coincide. Lo mismo sucede con la cita atribuida a Jeremías en Mt. 27.9, 10, que no es del Jeremías canónico, y que erróneamente se considera de Zac. 11.12, 13. San Jerónimo la halló textualmente en un “Apócrifo de Jeremías”, una copia del cual asegura que tuvo en sus manos. En 1 P. 3.19 la alusión a los “espíritus encarcelados” proviene de “Enoc”, caps. 14 y 15.

Es sabido que los nombres de Janes y Jambres no aparecen en Ex. 7.11, donde se narra el incidente a que alude 2 Ti. 3.8. Orígenes afirma que existió un “Libro de Janes y Jambres”. De ser así, de él provendrían estos nombres o, de todos modos, de alguna leyenda judía. Es posible, también, que en He. 11.37, “aserrados” se base en otro apócrifo, el “Martirio de Jeremías”, en que se dice que así fue como murió el profeta. No se sabe de qué libro tenido por inspirado es la cita de Ef. 5.14 ni qué “Escritura” es la citada en Sgo. 4.5, pero en estos casos, como en los de Lc. 11.49–51a y Jn. 7.38, a que aludimos anteriormente, e igualmente en los de Mt. 2.23, Lc. 24.46 y Jn. 12.34, se trataría de escritos que no entraron en el canon hebreo ni en la LXX. Hay además en el Nuevo Testamento citas de escritos no pertenecientes a la literatura judía: en Hch. 17.28, del “Himno a Zeus”, del filósofo estoico Cleantes; en 1 Co. 15.33, un verso de la comedia “Tais”, del poeta griego Menander; en Tit. 1.12, un dicho de Epiménides.

En cuanto a los deuterocanónicos, no hay, como antes dijimos, citas directas de ellos, pero sí paralelos, alusiones indirectas e influencias más o menos visibles. En Ef. 6.13–17, la figura de la “armadura de Dios” puede haberse inspirado en el pasaje similar de Sabiduría 5.18–20. En He. 1.1–3 hay dos palabras griegas que no ocurren en ningún otro pasaje del Nuevo Testamento: polumerós (“de muchas maneras”) y apaúgasma (“resplandor”), que son las mismas que aparecen en Sab. 7.22 y 23 respectivamente, aplicadas a la Sabiduría Divina. El autor de Hebreos las refiere al Hijo, que según una antigua interpretación es la Sabiduría personificada, y que el pensamiento cristiano primitivo identificaba con Cristo (cf. “Cristo… sabiduría de Dios”, en 1 Co. 1.24). Otro pasaje del mismo libro (3.14, 15) parece basarse en II Macabeos 6.18–7.42, que habla de los sufrimientos de los judíos perseguidos por los tiranos seléucidas. Sgo. 1.19, 8 parece basarse en Eclesiástico 5.11, y hay otros pasajes de Santiago que sugieren influencias de este deuterocanónico y de Sabiduría. En Mt. 27.43 puede estar reflejado Sab. 2.13, 18. El concepto del cuerpo que hallamos en 2 Co. 5.4 coincide con el de Sab. 9.15. Y Ro. 1.20–32 tiene sustancial parecido con Sab. 13.1–9; 14.22–31. Un cotejo más detenido podría mostrarnos que los escritores del Nuevo Testamento conocían y a veces utilizaban directa o indirectamente los libros deuterocanónicos, cualquiera que fuera el grado de autoridad que les reconocieran.

Ya la definición y clausura del canon hebreo en Yabneh propendía a desalentar el uso de la LXX entre los judíos, por los escritos adicionales que ella contenía. No obstante, por razones de lenguaje, continuó por un tiempo siendo la Biblia de los judíos de la Diáspora. Pero hubo un hecho que, más que cualquier otro, determinó que las autoridades religiosas judías acabaran por rechazar la LXX y prohibir su uso. Este hecho fue que, habiendo sido adoptada por los cristianos como Sagrada Escritura, éstos se valían asiduamente de ella en sus polémicas con los judíos, especialmente para mostrar que Jesús era el Mesías anunciado en ella. Los cristianos se mostraban más activos en sacar copias y copias de la Septuaginta. Todo lo cual comenzó a suscitar creciente desconfianza de parte de los judíos respecto a ella. Consideraban que en algunos pasajes favoritos de los polemistas cristianos, como en Is. 7.14, la LXX no traducía correctamente el original hebreo, lo cual es verdad. Donde la LXX tradujo parthenos, que es literal y específicamente “virgen”, el original hebreo dice almáh, que es la adolescente, la jovencita casadera, normalmente soltera y doncella, pero que puede ser casada. No indica estado sino edad, de modo que existe el masculino élem, muchacho joven, adolescente. Para “virgen”, en el sentido de entereza corporal, el hebreo emplea el vocablo bethuláh. El equivalente griego de almáh es neanis, como tuvo buen cuidado de traducir el judío Áquila en su versión griega, que reemplazó a la LXX.13 Otro caso notable en que la versión griega favorece más que el original hebreo una doctrina cristiana es el de Hch. 2.27 y 13.35–37, en que se cita Sal. 16.10. En el segundo inciso de este versículo, el hebreo dice simplemente “ni permitirás que tu santo vea la fosa” (o sepulcro), es decir: No permitirás que yo muera. Pero la LXX tradujo el hebreo shájath como diaftorá, “corrupción”, y así la exégesis cristiana primitiva vio claramente en este texto la doctrina de la resurrección de Jesús. Lo cierto y más grave era que, además, en las copias cristianas de la LXX había interpolaciones. La más famosa es la que se añadió a Sal. 96.10. El hebreo dice solamente “Yahvéh reina”. Como, en vez del nombre sagrado impronunciable, los judíos decían Adonai, “el Señor”, la LXX tradujo correctamente sólo jo kurios ebasileusen. Los cristianos llamaban a Cristo “el Señor”, así que al texto griego algún copista cristiano añadió, quizá con toda buena conciencia, apo xulou, “desde el madero”, o sea, “desde la cruz”. De ahí resultó fraguada una proclama abiertamente cristiana: “El Señor (Cristo) reina desde la cruz”. Ya es de imaginarse cómo habrán reaccionado los judíos ortodoxos ante semejante alteración de la Escritura. Por otra parte, algunos cristianos de buena fe acusaron a los judíos de haber malévolamente suprimido del texto hebreo esa última frase, como también de haber puesto en él almáh en vez de bethuláh. Fue en vano que más tarde se eliminaran de las copias cristianas de la LXX las interpolaciones, sobre todo la célebre antes citada, que ya no aparece en los códices Vaticano, Sinaítico ni Alejandrino, hasta hoy los más autorizados. Los judíos, por influencia decisiva el venerable rabí Aquiba, rechazaron definitivamente la LXX en el año 130 A.D. y patrocinaron y adoptaron una versión griega enteramente nueva. La hizo un discípulo de Aquiba llamado Áquila. Fue realmente una versión desastrosa. En primer lugar, en un escrupuloso celo de mal entendida fidelidad al texto hebreo, no sólo tradujo cada palabra hebrea con otra griega, sino que trató de que ésta tuviera el mismo número de letras que la original. Ya puede deducirse cómo resultó su versión, no sólo desde el punto de vista de la verdadera fidelidad, que es al sentido del original y no a su forma, sino también en cuanto al buen uso de la lengua griega. San Jerónimo, con mucha razón, la criticó y aun ridiculizó. Versiones griegas de mejor calidad fueron las de Símaco y Teodoción, no sólo por su buen griego, sino porque trataron de acercarse lo más posible al sentido de los textos hebreos. La versión del primero fue enteramente independiente de la LXX. La de Teodoción está mucho más cerca de ella, tanto que es punto discutido si trató de hacer una nueva versión o sólo hizo una revisión de la LXX, a la luz del original hebreo. La versión de Daniel, por Teodoción, llegó a reemplazar a la de la antigua LXX en los códices cristianos.

La LXX siguió siendo el Antiguo Testamento de la Iglesia y de los Padres primitivos hasta la aparición de la Vulgata. El hecho de que los deuterocanónicos se conozcan ahora solamente por las copias cristianas, parece indicar que las autoridades judías, ya regidas del todo por el canon de Yabneh, acabaron por ordenar su destrucción, por lo menos en su texto hebreo y arameo, y por prohibir enérgicamente su lectura. Pero en un principio, el conocimiento y uso de la LXX entre los judíos de la Dispersión fue de gran valor para la difusión del cristianismo fuera de Palestina. Era el punto de contacto de los misioneros primitivos en su proclamación de Jesucristo como el Mesías esperado, en quien se cumplían las profecías. No obstante, no hubo completa unanimidad en la Iglesia Primitiva en cuanto a los deuterocanónicos. Se discutía la canonicidad de algunos de ellos. Pero en general, los Padres de la Iglesia los consideraban y citaban en la práctica, si no siempre en rigurosa definición, como “Escritura”, igual que los demás. Esto es lo que vamos a ver en seguida.

Hacia 100 A.D., Clemente de Roma, en su primera Carta a los Corintios, cita Judit y una de las adiciones a Ester: la oración de ésta. Hacia la misma época, Policarpo cita Tobit. Ireneo (130-¿200?) cita Baruc y una de las adiciones a Daniel, la Historia de Bel y el Dragón. Melitón de Sardes (¿?-¿190?), primer escritor cristiano que hace notar la existencia del canon hebreo, envió a un cierto “hermano Onésimo”, a petición de éste, un “catálogo” de los libros del Antiguo Testamento. Son los del citado canon, aunque no menciona Nehemías, que muy probablemente considera como un solo libro con Esdras, ni Lamentaciones, de seguro para él unido a Jeremías. Es notable, desde luego, la omisión de Ester en su lista.14 De todos modos, parece que ya por ese tiempo había un sector cristiano que se inclinaba a considerar como Antiguo Testamento solamente los libros del canon hebreo. Por el año 238 había comenzado, aunque sin generalizarse, un debate sobre los deuterocanónicos, cuando Julio Africano y Orígenes (185–254) se cambian cartas, el primero poniendo en duda la canonicidad de la Historia de Susana y el segundo defendiéndola, no de modo muy convincente, con el argumento de que la Iglesia no deriva su autoridad de la de los judíos sino que tiene autoridad propia en materia de Escrituras. El argumento revela, sin embargo, que las autoridades de la Iglesia apoyaban ese escrito, dándole la categoría de canónico, y que al parecer Orígenes defendía más bien la autoridad de la Iglesia que precisamente la canonicidad de Susana. Porque, según testimonio de Eusebio,15 él mismo había publicado una lista de 22 libros como del Antiguo Testamento, diciendo que este “número corresponde a las letras” hebreas y daba sus nombres en hebreo y en griego. En la transcripción de Eusebio resultan, sin embargo, sólo 21, porque no menciona el libro de los Doce Profetas (Menores), Rut va unido a Jueces, y Lamentaciones a Jeremías, en el cual, sin embargo, incluye la “Carta de Jeremías”, un deuterocanónico. Añade que “fuera de este índice están los libros de los Macabeos”, pero cuando cita I Macabeos lo trata como escritura divinamente inspirada. Se ve, pues, que aun en un doctor de la Escritura tan erudito como Orígenes, el criterio sobre los deuterocanónicos fluctuaba.

Orígenes, sin duda el erudito bíblico más notable anterior a San Jerónimo, y quizá el escritor más prolífico de aquellos tiempos, compuso la obra monumental llamada Hexapla, porque en seis columnas paralelas contenía 1) el texto hebreo del Antiguo Testamento; 2) su transcripción en caracteres griegos (porque en aquel tiempo la escritura hebrea carecía de vocales, lo que dificultaba su lectura para los que no eran judíos versados en la lengua); 3) versión griega de Aquila; 4) versión griega de Símaco; 5) la LXX; 6) versión griega de Teodoción. Después preparó una edición sin el texto hebreo y su transcripción (Tetrapla). Como partía del supuesto de que la LXX original era traducción solamente de los libros del canon hebreo (Yabneh), idea muy difícil de sostener ahora, no incluyó, naturalmente, en su columna de la Septuaginta, los deuterocanónicos. Por su volumen, las copias de la Hexapla habrían resultado sumamente costosas, por lo cual Orígenes donó su manuscrito a la biblioteca de Cesarea, donde sirvió de consulta a los eruditos bíblicos, hasta la destrucción de dicha biblioteca por los árabes en el siglo 7. A principios del siglo 4, Pánfilo de Cesarea y Eusebio publicaron por separado la recensión de Orígenes de la LXX, y fue en esta forma como alcanzó mucha popularidad en Palestina. Todavía, según San Jerónimo, predominaba hacia el 400 A.D.

A fines del siglo, Luciano de Antioquía, con la colaboración de los exegetas de la escuela que había fundado en esa ciudad, publicó una revisión de la LXX, a la luz de los originales hebreos, empleando al parecer textos en algunos respectos mejores que los consagrados por los rabinos. Procuró un estilo popular, porque se destinaba al uso general. Gozó, por ello, de gran popularidad entre las iglesias orientales, y según informa San Jerónimo todavía en los finales de ese siglo y principios del siguiente predominaba en la zona comprendida desde Antioquía hasta Constantinopla. Incluía, naturalmente, los deuterocanónicos. Las lecturas de la recensión luciánica figuran en los aparatos críticos de las ediciones modernas de la LXX, como la citada de Rahlfs. Hacia mediados del propio siglo, el obispo Cipriano de Cartago cita con frecuencia Tobit, I & II Macabeos, Baruc (como “en Jeremías”), las adiciones a Daniel, Sabiduría (como “el Espíritu Santo por medio de Salomón”), y Eclesiástico, designándolo como “Santa Escritura” y, curiosamente atribuyéndolo también a Salomón. En el siglo 4, Epifanio alude a Sabiduría y Eclesiástico diciendo: “Son ciertamente útiles, mas con todo esto no se cuentan entre los libros canónicos”. Cirilo de Jerusalén recomendaba a los catecúmenos atenerse a “los 22 libros” (del canon hebreo) y no leer los “apócrifos”, los cuales llamaba también amfibalómena (“dudosos”). Esa recomendación da el sentido original a “apócrifos”, libros reservados para lectura sólo de creyentes capaces de discernimiento. Cirilo incluía, sin embargo, en Jeremías, no sólo la Carta atribuida al profeta, sino también Baruc. En la práctica seguía un principio como el establecido por San Jerónimo: no citar los “apócrifos” en apoyo de ninguna doctrina, pero emplearlos como lectura provechosa. Así, por ejemplo, en una de sus conferencias citó Sabiduría, que por cierto atribuía a Salomón.

En ese mismo siglo, además de San Jerónimo, cuya posición. respecto al canon se indicó al hablarse de su versión latina (Vulgata), destacaron como grandes eruditos bíblicos Atanasio, Rufino y San Agustín. El primero clasificaba los libros en canónicos, los reconocidos como de autoridad divina, tanto por los judíos como por los cristianos (canon hebreo); los libros “que se leen”, los reconocidos sólo por los cristianos, o sea los deuterocanónicos, y los apócrifos propiamente dichos, es decir, los rechazados tanto por los judíos como por los cristianos. Su lista de los canónicos es la del canon 60 del Concilio de Laodicea, con la posible excepción de Ester. Los “que se leen” son los designados por los Padres de la Iglesia para leerse en la instrucción religiosa, y en esa categoría menciona Sabiduría, Eclesiástico, Ester, Judit y Tobit. Rufino sigue la clasificación de Atanasio, pero a los “libros que se leen” los llama ecclesiastici, libros que los Padres “deseaban que se leyeran en las iglesias, pero que no se apelara a ellos para confirmar la autoridad de la fe”.16 Su lista de ellos es Sabiduría, Eclesiástico, Tobit, Judit y I & II Macabeos.

San Agustín, en un principio, aunque reconocía las diferencias de opinión, decía atenerse al veredicto de los “grandes eruditos” de no hacer distinción entre los libros canonici (los del canon hebreo) y los ecclesiastici (“apócrifos”), así que aceptaba como de igual autoridad que los primeros, Sabiduría, Eclesiástico, Tobit, Ester (texto griego con las adiciones), Judit, I & II Macabeos y, al parecer, también I (III) Esdras. En el Jeremías canónico incluía Baruc y la Carta, y en Daniel las adiciones del texto griego. Ya antes dijimos que fue especialmente su insistencia lo que hizo que San Jerónimo accediera por fin a incluir los deuterocanónicos en su versión latina. No obstante, en sus postrimerías San Agustín admitió la distinción entre unos y otros libros, y coincidió prácticamente con la posición adoptada por San Jerónimo.

Hay un “Catálogo de los 60 libros canónicos”, anterior al siglo 7, pero de época imprecisa, que abarca los de los dos Testamentos. La lista comprende 33 libros del Antiguo Testamento, con omisión de Ester. Da respectivamente como un solo libro I & II Samuel, I & II Reyes, I & II Crónicas, Jeremías-Lamentaciones y Esdras-Nehhemias, y a Jeremias une Baruc y la Carta. Daníel, siendo el texto griego, incluye las adiciones. Después viene la lista de los 27 del Nuevo Testamento, y tras ellos se enumeran, designados como “fuera de los sesenta”, Sabiduría, Eclesiástico, I, II, III y IV Macabeos, Ester, Judit y Tobit. Finalmente, bajo la designación de “apócrifos”, se dan (el “Libro de) Adán”, (el “Libro de) Enoc”, (el “Libro de) Lamec”, “Testamentos de los Doce Patriarcas”, “Eldad y Modad”, “Asunción de Moisés”, “Testamento de Moisés”, “Salmos de Salomón”, “Apocalipsis de Elías”, “Visión de Isaías”, “Apocalipsis de Sofonías”, “Apocalipsis de Zacarías”, “Apocalipsis de Esdras” y algunos apócrifos supuestamente del Nuevo Testamento. El Códice Claromontano (siglo 6) preserva una lista de libros sagrados, la cual data probablemente del siglo 3, que incluye en el Antiguo Testamento Sabiduría, Eclesiástico, I, II & IV Macabeos, Judit y Tobit.

Es significativo que, en tanto que las autoridades religiosas judías de Palestina y de Egipto, nunca emitieron dictámenes formales sobre los libros que componían la LXX, fueran las cristianas las que más tarde se ocuparan en hacerlo. Como hemos visto ya, al parecer durante los primeros tres siglos de la Iglesia los cristianos usaron la LXX en copias que muy probablemente variarían en cuanto a su contenido, siempre hecha cuenta de que, tal vez con Ester unas veces dentro y otras fuera, todas contendrían por lo menos los libros del canon hebreo. Es ya en el siglo 4 cuando encontramos los que son al parecer los más antiguos dictámenes al respecto, emitidos por sínodos y concilios. Como en el caso de los Padres de la Iglesia, tampoco hay completa unanimidad en ellos. El Sínodo de Laodicea (363) dio una lista que es la del canon hebreo, más Baruc con la “Carta de Jeremías”. Siendo el texto de Ester y Daniel el de la versión griega, es de suponerse que en ambos se incluían las respectivas adiciones. Laodicea aludía a libros llamados “acanónicos”, y disponía que no debían leerse en la iglesia. El Sínodo de Roma (382) incluyó entre los libros “que la Iglesia católica universal debe aceptar”, Sabiduría, Eclesiástico, Tobit, Judit y I & II Macabeos. Según el Concilio de Hipona (393) todos los deuterocanónicos han de ser considerados como Escritura. El Sínodo de Cartago (397) reconoció Eclesiástico, Sabiduría, Tobit, Judit, Ester con sus adiciones, I & II Esdras y I & II Macabeos. Otro Sínodo de Cartago, el de 419, siguió prácticamente el criterio del anterior. Lo mismo hicieron el Concilio de Constantinopla (Trullano) (692) y el de Florencia (706).

Vinieron después los tiempos letárgicos de la Edad Media profunda, en que la cultura se concentró en individuos o cuerpos de eruditos selectos, generalmente en las universidades, que utilizaban el latín, en occidente, y el griego, en oriente, para sus comunicaciones entre sí. La Iglesia latina u occidental (de la griega u oriental hablaremos después) tenía la Vulgata como su Biblia oficial e indiscutida, y los deuterocanónicos que contenía se daban, de hecho, como de igual autoridad que los demás. El pueblo, en su abrumadora mayoría analfabeto, no tenía acceso directo a la Biblia, y menos cuando fueron surgiendo en las varias naciones de occidente lenguas vernáculas derivadas del latín, pero más o menos alejadas de él, y en el norte de Europa se afianzaron las lenguas de extracción germánica. La opinión prácticamente unánime que prevaleció desde San Jerónimo fue la suya, implícitamente mantenida en sus notas introductorias de los deuterocanónicos, o sea que éstos no son de suficiente autoridad para fundar en ellos postulaciones doctrinales, pero que son de apreciarse como lectura provechosa y edificante.

Con los albores del humanismo, que desembocaría con brillo inusitado en el Renacimiento, y que traería consigo un renovado interés en las lenguas clásicas y en el hebreo y el griego originales de las Sagradas Escrituras, no pudo menos que resucitar la cuestión del canon. Hugo de San Víctor (siglo 12) sustentaba el mismo criterio que San Jerónimo sobre los deuterocanónicos. Nicolás de Lira (siglo 14), cristiano de ascendencia judía, en su comentario sobre la Biblia “canónica” define como tal la Biblia Hebraica. Pero añadió comentarios sobre las escrituras “no canónicas” (Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit y I & II Macabeos). Sus labores ejercieron una influencia considerable en la renovación del interés, entre los eruditos bíblicos cristianos, por el estudio del hebreo. La Biblia de Wycliffe (1382) sólo reconocía como de autoridad divina los libros del canon hebreo, pero incluía los deuterocanónicos, de los que Wycliffe decía que “carecen de autoridad de creencia”. La Vulgata sigue ocupando un lugar preeminente. El cardenal Ximénez de Cisneros produce en España su monumental Biblia políglota llamada Complutense (1514–1517), con el texto latino de la Vulgata en el centro, el griego de la Septuaginta de un lado y el hebreo masorético del otro, que representan respectivamente la Iglesia Griega y la Sinagoga, y dice que el texto latino se imprime en medio “como Jesús fue crucificado entre dos ladrones”.17 Pero en cuanto a los deuterocanónicos, que van incluidos en la Complutense, explica en su Prefacio que son recibidos por la Iglesia para edificación, más bien que para fundamentar doctrinas, por lo que se ve que el dictamen de San Jerónimo sigue todavía en vigencia. Y respecto a la importancia que se da a la Vulgata, por ese tiempo Jean Morin, autor de importantes trabajos bíblicos, la exalta hasta el punto de sostener que el texto de ella es más fiel a los originales que el texto griego (LXX) y que el propio texto hebreo.18

En 1527 aparece una edición de la Vulgata preparada por J. Petreius, de Nuremberg, que lleva al comienzo de cada libro deuterocanónico, siempre conforme al principio establecido por San Jerónimo, una nota que indica que el libro no es canónico. En el prefacio se da la lista de ellos designándolos como “libros apócrifos, o sea no canónicos, que no existen en ninguna parte entre los hebreos”. La versión del dominico Santes Pagnini, sin embargo, representa ya un importante paso de la aceptación de la Vulgata, como autoridad textual suprema, a la preferencia por el texto hebreo, si bien se trata todavía de una transacción, porque es una versión directa del hebreo al latín. Esta versión fue aprobada por los papas Adriano VI y Clemente VII. En ella se marca muy claramente la separación entre los libros del canon hebreo y los otros. Fue la versión de Pagnini la que utilizó Casiodoro de Reina en su traducción al castellano, por no conocer, como él mismo confiesa, muy bien el hebreo, si bien no la siguió en cuanto a la colocación de los deuterocanónicos. En esto prefirió darles la misma colocación que en la Vulgata, o sea entre los canónicos. Dos importantes autoridades sobre la Biblia, en esa misma época, son Erasmo de Rotterdam, el eminente humanista, y el cardenal Cayetano. Erasmo da la lista del canon hebreo omitiendo Ester. Y de los deuterocanónicos, entre los cuales pone este libro, sin duda porque está considerándolo en su texto griego (con adiciones) y no en el hebreo, dice que “han sido recibidos para el uso eclesiástico”, pero que “seguramente (la Iglesia) no desea que Judit, Tobit y Sabiduría tengan el mismo peso que el Pentateuco”.19 El cardenal Cayetano, al final de sus comentarios bíblicos, dice: “Aquí acabamos los comentarios sobre los libros historiales (históricos) del Viejo Testamento, porque los demás (a saber, Judit, Tobit, los libros de los Macabeos) San Jerónimo no los cuenta entre los canónicos sino entre los apócrifos, juntamente con el libro de la Sabiduría y con el Eclesiástico, como se ve en el Prólogo Galeato. Ni te turbes, novicio, si en algún lugar hallares, o en los santos concilios, o en los sagrados doctores, que estos libros se llamen canónicos. Porque así las palabras de los concilios como las de los doctores han de ser limadas con la lima de San Jerónimo, y conforme a su determinación… estos libros y los demás de su suerte (clase), que andan en el canon de la Biblia, no son canónicos, es decir, no son regulares para confirmar lo que pertenece a la fe. Pero puédense llamar canónicos para la edificación de los fieles, como recibidos y autorizados en el canon de la Biblia para este intento”.20

Ya había muerto el cardenal Cayetano cuando se reunió el Concilio de Trento (1546). Para entonces los vientos habían cambiado y se había producido una reacción en favor de los deuterocanónicos, quizá debida en parte a que Lutero había confirmado el criterio de San jerónimo al separarlos, con una nota semejante, de los canónicos en su versión alemana. Es de notarse que Cayetano, aunque fue el opositor número uno del Reformador, no por ello se apartó del juicio del traductor de la Vulgata, según hemos visto ya. Trento no hizo distinción y declaró canónicos por igual, con anatema para quienes disintieran en ello, Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y I & II Macabeos. Aunque no lo declara explícitamente, se colige que Ester y Daniel incluyen las adiciones, puesto que es con ellas como figuran en la Vulgata, versión cuya supremacía afirmó el concilio, “y que ninguno, por ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla”. (Decretos de la sesión del 8 de abril). Es muy de advertirse que Trento excluyó de su lista la Oración de Manasés y III & IV (I & II) Esdras que figuran en muchos manuscritos de la Vulgata y que, como vimos anteriormente, la edición Clementina de ella (1592) coloca en un apéndice. Antes de Trento, los papas habían declarado todos los libros de la Vulgata como de igual categoría canónica.

Hasta aquí nuestra reseña histórica se ha referido principalmente a la situación del canon bíblico en la Iglesia occidental o latina. Veamos someramente lo que toca a las iglesias orientales. La versión más antigua a la lengua siríaca se hizo, al parecer, a principios de nuestra era, y se conoce con el nombre de Peshitta. Por su autoridad entre las iglesias sirias, jacobita, nestoriana, maronita y melquita se le ha llamado “la Vulgata siríaca”. Contiene los libros del canon hebreo, excepto Crónicas, Esdras-Nehemías y Ester, y además Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, Carta de Jeremías, Judit, las adiciones a Daniel y I & II Macabeos. El Códice Ambrosiano de dicha versión, que data del siglo 6, tiene los deuterocanónicos, menos I (III) Esdras, la Oración de Manasés, Tobit y las adiciones a Ester, pero añade III & IV Macabeos, II (IV) Esdras y, extrañamente, el libro VII de las Guerras de los Judíos, de Josefo.

En la versión cóptica se incluye el “Apocalipsis de Elías”. Y en la etíope aparecen “Jubileos”, “Enoc” y “Martirio de Isaías”. La versión armenia porta la “Vida de Adán y Eva” y el “Testamento de los Doce Patriarcas”. En Mesopotamia, el profesor del Seminario de Nisibis, Junilio Africano enseñaba en sus clases de Introducción a la Biblia, que los escritos del Antiguo Testamento son de tres clases: los de perfecta autoridad, o sea los históricos (Gn. a 2 R.), los proféticos (según el canon hebreo, más los Salmos) y los gnómicos (Pr. y Eclesiástico); los de autoridad discutida (1 & 2 Cr., Job, Tobit, Esdras-Nehemías, Judit, Ester y I & II Macabeos), pero haciendo notar que “muchos” consideran estos libros entre los de perfecta autoridad, y los de “ninguna autoridad”, que son los demás, aunque también hacía la observación de que “algunos” incluirían Sabiduría y Cantares entre los canónicos. No menciona para nada Eclesiastés.

La Iglesia Ortodoxa Griega utilizó desde un principio la LXX con los deuterocanónicos, y los Concilios de Nicea (787) y de Constantinopla (669) citan como de autoridad divina algunos de ellos. Pero no todos los teólogos orientales estuvieron de acuerdo. Por ejemplo, Juan de Damasco y Nicéforo, Patriarca de Constantinopla, ambos del siglo 8, siguen distinguiendo entre los libros canónicos y “los que se leen”, que, como hemos visto antes, son los no canónicos que la Iglesia acepta solamente como lectura provechosa. Cirilo (1572–1637), Patriarca de Constantinopla, en quien el calvinismo tuvo gran influencia, consideraba como canónicos solamente los libros del canon hebreo, y sobre los deuterocanónicos sustentaba el criterio de San Jerónimo. Bajo esa influencia el Catecismo de Gerganos (1622) había adoptado la posición de la Confesión Belga (1561) y del Sínodo de Dort (1618), ambos reformados, sustancialmente la de San Jerónimo. La Confesión de Fe, elaborada por Critópulos, hizo lo mismo. Pero poco después de muerto Cirilo, sobrevino una fuerte reacción contra las reformas “calvinistas” introducidas por él, lo cual afectó lo relativo al canon. La Confesión Ortodoxa de la Iglesia Católica y Apostólica Oriental (1643) rectificó la de Critópulos, declarando canónicos los deuterocanónicos, conforme al dictamen emitido en ese sentido por el Sínodo de Jassy, del año anterior, que había condenado a Cirilo. Un nuevo Catecismo, el de Pedro Moghila, también de 1643, rectificó el de Gerganos y “canonizó” los deuterocanónicos. El Sínodo de Jerusalén (1672) vino a tener la última palabra al declarar expresamente como canónicos Sabiduría, Judit, Tobit, la Historia de Bel y el Dragón, la Historia de Susana, I & II Macabeos y Eclesiástico. Esta decisión, sin embargo, no parece unánime hoy en la Iglesia Griega Ortodoxa. Los deuterocanónicos aparecen en un documento emitido en 1972 bajo la designación de anaginoskomena, literalmente, “que no se leen”. El documento trata de la revelación divina, y en el párrafo sobre el Antiguo Testamento, se dan como canónicos sólo los libros del canon hebreo, y luego sigue una lista de 10 “que no se leen”: Judit, I (III) Esdras, I, II & III Macabeos, Tobit, Eclesiástico, Sabiduría, Carta de Jeremías y Baruc. Pero se advierte que el documento no está basado en ninguna decisión conciliar.

Respecto a la Iglesia Rusa Ortodoxa, la Biblia Eslavónica (1581) tiene los deuterocanónicos distribuidos como en la Vulgata. Posteriormente, bajo la influencia de la Reforma, se rechazaron. El Catecismo Mayor del metropolitano Filareto de Moscú, aprobado por el Santísimo Sínodo Gobernante (Moscú, 1839) omite los deuterocanónicos en su lista de libros del Antiguo Testamento, dando como razón que “no existen en hebreo”. El Catecismo de Filareto se tradujo al griego, y es de suponerse que debió de haber ejercido alguna influencia. Pero según parece, en la Iglesia Rusa no hay tampoco unanimidad respecto a los deuterocanónicos. Es muy probable que, siguiendo la antigua tradición de las iglesias griegas, la Iglesia acepte oficialmente los deuterocanónicos, pero que entre los eruditos bíblicos haya disparidades de criterio. La Iglesia Bautista de la URSS, que es la segunda comunidad religiosa en número, por supuesto no los acepta. La edición de la Biblia en ruso, publicada por las Sociedades Bíblicas Unidas, y usada por ellos, no los contiene.

La cuestión del canon, y especialmente la índole de los libros deuterocanónicos, volvió a debatirse calurosamente con motivo de la Reforma. El principal antecedente en los países que acogieron el movimiento reformado era la versión de Wyclif (1380–1382), revisada por Purvey en 1388, y que, como hecha de la Vulgata, contenía en la misma forma que ésta los deuterocanónicos. Andreas Bodenstein, conocido generalmente bajo el nombre de Carlstadt, en su tratado De canonicis scripturis libellus (1520), distinguía tres clases de libros: 1) Los del canon hebreo; 2) los que llamaba “hagiógrafos” (“Libros santos”): Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit y I & II Macabeos, de los que dice:“Estos son apócrifos, o sea, fuera del canon hebreo, pero son escritos santos”, y c) los demás “apócrifos”, que consideraba sin ningún valor: I & II Esdras, Baruc, Oración de Manasés y adiciones a Daniel. De estos últimos dice que son “dignos de la proscripción del canon”. Su juicio ejerció mucha influencia en las versiones y ediciones de la Biblia hechas por protestantes en diversos países.

En Holanda apareció en 1525 una Biblia con los deuterocanónicos en la colocación de la Vulgata, pero un año después salió la Biblia de Liesvelt, primera en lenguas modernas en que los deuterocanónicos aparecían agrupados antes del Nuevo Testamento, con este encabezado: “Libros que no están en el canon, es decir, que no se encuentran entre los judíos en hebreo”. La Biblia de Zurich, patrocinada por Zwinglio, llevaba en su segunda edición (1530) los deuterocanónicos, formando un grupo después del Nuevo Testamento, con esta advertencia: “Estos son los libros que los antiguos no reconocían como bíblicos ni se encuentran entre los hebreos”. Entre ellos figuraba III Esdras, pero no estaban las adiciones a Ester, que se añadieron en la edición de 1531, ni la Oración de Azarías, el Cántico de los Tres Jóvenes y la Oración de Manasés, que se incorporaron en la edición de 1589. En 1530, el reformador suizo, amigo de Zwinglio, Ecolampadio, escribía: “No menospreciamos Judit, Tobit, Eclesiástico, Baruc, los dos últimos libros de Esdras, los tres libros de los Macabeos, las adiciones a Daniel, pero no les concedemos autoridad divina con los otros”.

Lutero mismo sería quien establecería el modelo, en su versión alemana de la Biblia completa, aparecida en 1534, del trato, por decirlo así, acordado a los deuterocanónicos entre los protestantes. Seguía el criterio de San Jerónimo, pero los incluyó agrupados antes del Nuevo Testamento, precedidos de esta advertencia: “Apócrifos. Estos son los libros que no se consideran iguales a las Sagradas Escrituras, pero que son útiles y buenos como lectura”. Omitió de ellos I & II Esdras, pero en cambio incluyó la Oración de Manasés, que apreciaba mucho.21 Los demás que agrupó en esa sección fueron Sabiduría, Eclesiástico, Judit, Tobit, I & II Macabeos y las adiciones a Ester y Daniel. Es muy interesante que de los canónicos no aprobaba Ester y de los deuterocanónicos II Macabeos. Llegó a decir: “Odio tanto Ester y II Macabeos que desearía que no existieran”.22 Pero incluyó ambos en sus categorías respectivas. En la actualidad la Biblia de Lutero se publica en dos ediciones, una con los deuterocanónicos y otra sin ellos.

Coverdale, en su versión inglesa (1535) siguió el ejemplo de Lutero, pero añadió I & II Esdras, a la vez que omitió la Oración de Manasés. Sin embargo, ésta se añadió en la edición revisada de 1539. La primera edición protestante de la Biblia en francés es la aparecida en 1535, en versión de Pierre Robert Olivetán, primo de Calvino. Llamada Biblia de Neuchatel o de Serrieres, y costeada por los valdenses, contenía los deuterocanónicos en la versión hecha por Jacques Lefevre d’Etaples de la Vulgata y publicada en 1530 (Biblia de Amberes). Para la edición de 1545, la traducción de los deuterocanónicos fue revisada por Calvino. En la edición de Ginebra (1551) la traducción es del gran reformador Beza. Ni en la edición original (1536) de la Institución de la religión cristiana ni en su catecismo de Ginebra describe Calvino el canon bíblico. En las ediciones posteriores, ampliadas, de la Institución, cita unas diez veces los deuterocanónicos llamándolos apócrifos e invocando para ello el testimonio de San Jerónimo en ese sentido (IV, IV, 14). Sólo en un pasaje parece definir el canon, declarando “incontrovertible que no se debe tener como Palabra de Dios… otra doctrina que la contenida primeramente en la Ley y los Profetas, y después en los escritos de los apóstoles” (IV, VIII, 8). Es de notarse que su alusión al canon hebreo del Antiguo Testamento no incluye los libros de la sección Escritos, pero seguramente no es porque les niegue autoridad, sino acaso sólo por razones de énfasis en las dos primeras secciones.

La Biblia inglesa de Matthew (1537) lleva los deuterocanónicos en grupo separado, y entre ellos, por primera vez en inglés, la “Oración de Manasés”, traducida del francés de la Biblia de Olivetán. La llamada Gran Biblia (1539), planeada por Cromwell, con aprobación del arzobispo Cranmer, y preparada por Coverdale, lleva los deuterocanónicos en versión de éste. Por separado salió en Londres (1549) una versión de dichos libros que incluía III Macabeos. Desde ese año, por otra parte, el Leccionario anexo al Libro de Oración de la Iglesia Anglicana ha incluido lecturas tomadas de ellos. En 1551, Castellio (Castalión) publicó en Basilea su versión de la Biblia, incluyéndolos.

La primera “Biblia Reformada” de los Países Bajos (1556), traducción de hecho de la Biblia de Zurich, incluía como ésta, en grupo aparte, los deuterocanónicos. La Biblia de Biestkens (1558–1560), siendo traducción de la Biblia de Lutero, también los incluía en la misma forma. Esta Biblia fue la que usaron los menonitas hasta el siglo 18, en que adoptaron la Biblia General de los Estados, de que se hablará después. Los luteranos de Holanda utilizaron la Biblia de Biestkens hasta 1648, cuando publicaron su propia versión, hecha por Adolfo Visscher, y prácticamente, como la anterior, traducida de la de Lutero. Mientras tanto, un grupo de reformadores ingleses, exiliados en Ginebra por la persecución bajo María Estuardo, había estado trabajando en una nueva versión al inglés. Apareció en 1560 y se conoció como la Biblia de Ginebra. Contenía los deuterocanónicos con una introducción que decía: “Como libros que proceden de hombres piadosos, se les recibe para leerse con objeto de hacer avanzar el conocimiento de la historia y de instruir en las costumbres piadosas”. Hasta la publicación de la versión del rey Santiago (KJV), y todavía por muchos años después, fue la versión inglesa más difundida. Fue la Biblia de Shakespeare, de los Padres Peregrinos (de los Estados Unidos de América), pues la preferían a la KJV, y de Juan Bunyan. Refiere éste en su autobiografía, intitulada Gracia abundante para el primero de los pecadores, que por el año de 1652 había experimentado una crisis depresiva que lo puso al borde de la muerte. Lo que lo reanimó, dice, fue el texto de Eclesiástico 2.10: “Mirad las generaciones antiguas y ved: ¿Quién confió en el Señor que haya quedado defraudado?” Comenta que aunque esas palabras no se hallan en “los textos que llamamos santos y canónicos”, se sintió obligado a recibirlas, pues son “la suma y sustancia de muchas de las promesas”. Y concluye: “Bendigo a Dios por esa palabra, pues era de Dios para mí… Esa palabra todavía resplandece a veces ante mi faz”.

La Confesión Belga, emitida para las iglesias protestantes de Flandes y Holanda (1561) dice en su artículo VI que los deuterocanónicos son libros “que la Iglesia puede leer y de los cuales puede obtener instrucción, hasta donde concuerden con los libros canónicos, pero están lejos de tener tal fuerza y autoridad que con su testimonio se pueda confirmar algún punto de fe o de la religión cristiana, mucho menos restar autoridad a los otros libros, o sea a los sagrados”. La Confesión Belga se basaba en la Confesión Galicana (1559) que sustentaba el mismo criterio. En 1562 se publicó la llamada Biblia “Deux-Aes”, que fue la Biblia principal de la Iglesia Reformada de los Países Bajos, hasta la aparición de la Versión General de los Estados (1637). Contenía los deuterocanónicos, con un prefacio en que se advertía que dichos libros “no están en la Biblia hebrea” y que “han de considerarse como escritos privados y no auténticos”.

Por lo que hace a la Iglesia de Inglaterra, en Los 39 Artículos de Religión, dedicaba su Artículo VI al canon. En sus revisiones de 1553 y 1562 daba plena autoridad a los libros del canon hebreo y asignaba un valor inferior, siguiendo el criterio de San Jerónimo, a I & II Esdras, Judit, Sabiduría, Eclesiástico y I & II Macabeos. En el texto de 1562, después de dar la lista de los libros canónicos, añade: “Y los otros libros (como Jerónimo dijo), los lee la Iglesia para ejemplo de vida e instrucción de costumbres, pero no los suministra para establecer ninguna doctrina”. En la revisión de 1571 se añadieron a la lista de los deuterocanónicos así considerados, Baruc con la Carta de Jeremías, Tobit, las adiciones a Ester, las adiciones a Daniel y la Oración de Manasés. En los dos Libros de Homilías de la Iglesia Anglicana, 19 de ellas contienen unas 80 citas de los deuterocanónicos, excepto de I (III) y II (IV) Esdras y II Macabeos. En algunos casos Judit y las adiciones a Ester se citan como “Escritura”. Una cita de Eclesiástico se introduce así: “Dios Todopoderoso dijo por medio del sabio”. Y una de Tobit, de este modo: “El Espíritu Santo enseña también… diciendo”. En la Homilía 10 del Libro II, se llama a Sabiduría “infalible y no engañosa palabra de Dios”.

Hacia 1566 se comenzó a llamar “protocanónicos” a los libros del canon hebreo, y “deuterocanónicos” a los demás incluidos en la lista de libros que el Concilio de Trento había declarado, sin distinción, canónicos. En 1568 apareció en inglés la llamada Biblia del Obispo, que contenía los deuterocanónicos. Y en 1569 la primera Biblia completa en castellano, versión de Casiodoro de Reina, publicada en Basilea. Contenía los deuterocanónicos siguientes, en la colocación de la Vulgata: Oración de Manasés, III & IV Esdras, Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, y I & II Macabeos. Las adiciones a Ester se imprimen al final del libro, con nota de no hallarse en el texto hebreo. En cuanto a las adiciones a Daniel, la Oración de Azarías y el Cántico de los Tres Jóvenes se insertan después de 3.23, con advertencia de no hallarse “en los originales hebreos, sino en los griegos”. La Historia de Susana y la Historia de Bel y el Dragón van, como en la Vulgata, al final del libro, formando respectivamente los capítulos 13 y 14, con la siguiente nota al final del cap. 12: “Hasta aquí se lee el texto de Daniel en hebraico; lo que se sigue en estos dos capítulos postreros es trasladado de la versión de Teodoción”. Reina pone en los protocanónicos referencias marginales a los deuterocanónicos, y viceversa. En el Nuevo Testamento tiene las siguientes referencias deuterocanónicas, que aquí damos entre paréntesis después del texto canónico respectivo: Mt. 6.14 (Eclo. 28.2); Mt. 7.12 (Tob. 4.15); Mt. 20.15 (Tob. 4.7,8, Eclo. 14.9, 10, etc.); Mt. 23.37 (IV Esdras 1.30); Mt. 27.43 (Sab. 2.18); Lc. 14.12 (Tob. 4.16,17); Jn. 6.31 (Sab. 16.20); Jn. 10.22 (I Mac. 4.59); Hch. 10.34 (Sab. 6.7); Ro. 1.23 (Sab. 12.24); Ro. 9.20 (Sab. 15.7); Ro. 11.34 (Sab. 9.13); Ro. 13.1 (Sab. 6.4); 1 Co. 2.16 (Sab. 9.17); 1 Co. 6.2 (Sab. 3.8); 1 Co. 15.32 (Sab. 2.6); 2 Co. 6.14 (Eclo. 13.17 ,23 2 Co. 9.7 (Eclo. 35.9 ¿o 9?); 1 Ts. 5.17 (Eclo. 39.5; He. 1.3 (Sab. 7.26); He. 11:12 (Eclo. 44.21 o ¿21?); He. 11.35 (la referencia no es directa, pero dice que se alude al “tiempo de los macabeos”); Sgo. 1.10, 11 (Eclo. 14.18?); Sgo. 1.19 (Eclo. 5.11,12); Sgo. 2.3 (Eclo. 4.2 o ¿1?); Sgo. 3.2 (Eclo. 14.1, 19.16 y 25.8); 1 P. 5.7 (Sab. 12.13); Ap. 8.2 (Tob. 12.15?); Ap. 9.7 (Sab. 16.9).

En la Confesión de Fe de las Iglesias Reformadas de Francia (Confesión de La Rochelle, 1571), el artículo III enumera “los libros canónicos”. Son los del canon hebreo. Y el artículo IV adopta el criterio de San Jerónimo y de Lutero, al respecto de “los otros libros eclesiásticos, sobre los cuales, aunque sean útiles, no se puede fundar ningún artículo de fe”. La Confesión de Fe (reformada) de los Países Bajos da una lista idéntica de “los libros canónicos”. De 1575 a 1579 se publicó también en Holanda la versión latina del Antiguo Testamento y los deuterocanónicos, hecha por los protestantes Tremellius y Junius, la cual “adquirió gran fama entre los protestantes, particularmente los de la Iglesia Reformada”.24 En 1599, por otra parte, aparecen en ese país los primeros ejemplares de la Biblia de Ginebra encuadernados sin los deuterocanónicos, aunque incluyendo todavía la “Oración de Manasés”.

En 1602 se publicó en Amsterdam la segunda edición de la Biblia de Casiodoro de Reina, en revisión de Cipriano de Valera, el cual conservó los libros deuterodanónicos,25 pero agrupados antes del Nuevo Testamento, conforme a la pauta establecida por Lutero, y en el siguiente orden: III Esdras, IV Esdras, Oración de Manasés, Tobías (Tobit), Judit, adiciones a Ester, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, adiciones a Daniel (Oración de Azarías, Cántico de los Tres Jóvenes, Historia de Susana, Historia de Bel y el Dragón) y I & II Macabeos. En su introducción (“Exhortación al cristiano lector”) Valera expone su criterio sobre la canonicidad. Según él, un libro, para ser tenido por canónico, ha de reunir “tres cosas infaliblemente”: 1. Que no contenga nada que contradiga lo que se halla en los otros libros canónicos; 2. Que “algún profeta divinamente inspirado lo haya escrito”, y 3. Que se haya escrito originalmente en hebreo. Con este criterio niega canonicidad a los “apócrifos”, y sobre la inclusión de ellos en su revisión de Reina, explica: “Acaben, pues, nuestros adversarios de entender la gran diferencia que hay entre los libros canónicos y los apócrifos, y conténtense con que los hayamos puesto aparte, y no entre los canónicos, cuya autoridad es sacrosanta e inviolable”. En su edición de los deuterocanónicos conservó las referencias bíblicas marginales de Reina a libros protocanónicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, así como a otros deuterocanónicos. Pero en los protocanónicos omitió las referencias de Reina a pasajes de los deuterocanónicos.

La primera edición de la versión italiana del teólogo calvinista Giovanni Diodati, versión que los protestantes italianos usan hasta hoy, considerada como clásica en esa lengua, se publicó en Ginebra en 1607, con los deuterocanónicos impresos antes del Nuevo Testamento y la advertencia de que no son libros inspirados.

Por ese tiempo, el rey Jaime (o Santiago) de Inglaterra, deseando que se estableciera una versión estándar como única autorizada oficialmente para uso de la iglesia Anglicana, patrocinó la preparación y publicación de la que, por ese hecho, lleva su nombre (King James Version) y que apareció en 1611. Contenía en grupo aparte, antes del Nuevo Testamento, los siguientes deuterocanónicos: 1 (o III) Esdras, II (o IV) Esdras, Tobit, Judit, adiciones a Ester, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, adiciones a Daniel, Oración de Manasés y I & II Macabeos. En el Antiguo Testamento llevaba anotadas más de 100 referencias a los libros deuterocanónicos, y en el Nuevo Testamento 11, distribuidas en Mt., Lc., Jn., Ro., 2 Co. y He, que remiten al lector a pasajes de Eclesiástico, II (IV) Esdras, Sabiduría, Tobit y I & II Macabeos. Ya para entonces había surgido cierta oposición a la inclusión de los deuterocanónicos en el mismo volumen que los protocanónicos, tanto que en 1615 el arzobispo de Cantorberry, George Abbott, consideró necesario promulgar una prohibición, bajo pena de un año de prisión, contra la encuadernación y venta de Biblias sin dichos libros. Haciéndose caso omiso de ella, en 1626 aparecen ya ejemplares de la KJV que los omitían, y nuevas ediciones sin ellos salen fechadas en 1629, 1630 y 1633. En 1640, A. Hart sacó en Edimburgo una edición, que también los omitía, de la Biblia de Ginebra. Todo esto a pesar de que la Iglesia de Inglaterra sostenía el criterio de San Jerónimo y Lutero en cuanto a que esos libros carecen de autoridad doctrinal, pero se recomiendan o al menos se permiten como lectura provechosa, no sólo privada sino en el culto público. Con notables excepciones como la de Lightfoot, los teólogos y eruditos bíblicos de la Iglesia Anglicana, apoyaban ese criterio, que es el que ha prevalecido en ella hasta la fecha,26 lo mismo que en la Iglesia Luterana y en la Reformada de Zurich.

Siguiendo un criterio semejante, el Sínodo (reformado) de Dort, Holanda (1618) permitió incluir en la Biblia Holandesa los deuterocanónicos, pero a condición no sólo de que se agruparan, como era ya la práctica protestante generalizada, antes del Nuevo Testamento, sino de que se imprimieran con un tipo de imprenta más pequeño, numeración de páginas aparte, bajo un título especial y con notas marginales que indicaran los puntos en que difieren doctrinalmente de los protocanónicos. Para ello se les llamaba “libros meramente humanos”. Pero el Sínodo se negó a excluir del grupo III & IV Esdras, Tobit, Judit y la Historia de Bel y el Dragón, como proponían Gomarus, Diodati y otros delegados. Este Sínodo fue el que dispuso la preparación de la Versión General de los Estados, que se publicó en 1637, y que insertaba los deuterocanónicos formando un grupo después del Nuevo Testamento.

La Confesión de Westminster (1647), que vino a ser documento básico de las iglesias reformadas en general, reconoce como canon para el Antiguo Testamento el hebreo, y en cuanto a los deuterocanónicos añade: “Los libros comúnmente llamados apócrifos, no siendo de inspiración divina y no formando parte del canon de la Escritura, carecen por tanto de autoridad en la Iglesia de Dios, y no han de ser aprobados o utilizados en otra forma que otros escritos humanos”. No prohíbe, sin embargo, su lectura.

Durante el siglo 18, si bien el Instituto Bíblico Canstein publica numerosas ediciones en inglés, a partir de 1712, que contienen los deuterocanónicos, los ataques contra éstos arrecian, con violentas censuras de algunos de sus pasajes. Pero en Alemania muchas Biblias de edición luterana contienen todavía III & IV Esdras, y III Macabeos, como suplemento a los deuterocanónicos, aunque Lutero no los aceptaba ni los tradujo. Y por lo que toca a la Iglesia Católica Romana, el Primer Concilio Vaticano (1870) ratificó el decreto de Trento en cuanto a la canonicidad de los libros deuterocanónicos.

En 1804 se fundó en Londres la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, con el propósito de traducir, publicar y propagar la Biblia, no sólo en inglés sino en las demás lenguas, hasta donde fuera posible. En sus Leyes y Reglamentos no se tocaba la cuestión de los deuterocanónicos, sino se estipulaba solamente que “los únicos ejemplares que la Sociedad ha de circular en las lenguas del Reino (Unido) serán de la Versión Autorizada” (KJV), la cual, como hemos visto, incluía originalmente los mencionados libros. Para 1814 contaba con 18 sociedades afiliadas en el continente europeo. Una de sus publicaciones fue la de la Biblia de Lutero, en que se basaron versiones a otras lenguas europeas, y que como ya sabemos llevaba los deuterocanónicos antes del Nuevo Testamento. Entre sus sociedades auxiliares en el Reino Unido se contaban las de Edimburgo y de Glasgow, Escocia, donde privaba la tradición reformada representada por la Confesión de Westminster. A los pocos años de fundada la SBBE, esas dos sociedades empezaron a ejercer una creciente presión en contra de la publicación de ediciones que contuvieran los deuterocanónicos. Un primer resultado fue que la Sociedad pidiera en 1811 a sus afiliadas del continente que los omitieran en sus ediciones. Pero fue tal la inconformidad de éstas, sobre todo en Alemania, Austria y Suecia, con tal disposición, que la Sociedad hubo de retirarla en 1813, acordando que las sociedades extranjeras afiliadas podrían imprimir Biblias en la forma que desearan sin más condición que no tener “notas ni comentarios”. Por algunos años la cuestión se mantuvo latente, pero en 1819 hizo de nuevo explosión cuando la Sociedad otorgó subsidios para la publicación de versiones en italiano, castellano y portugués que, debido al predominio del catolicismo en países de esas lenguas, contenían los deuterocanónicos. Las sociedades de Edimburgo y Glasgow protestaron enérgicamente y la controversia alcanzó su mayor intensidad en 1820. Por ese tiempo, el agente de la Sociedad en Suecia, míster Patterson, publicó a manera de transacción los deuterocanónicos en un volumen por separado. Pero esa solución se pasó por alto.

En el seno de la SBBE había quienes admitían personalmente que los deuterocanónicos no son inspirados, y opinaban que hasta ofrecían muchos rasgos discutibles. Insistían, sin embargo, en que tratándose de ediciones destinadas al continente europeo, deberían seguirse incluyendo esos libros, con el fin de facilitar la difusión de la Biblia en países en donde la gente estaba acostumbrada a verlos formando parte de ella, y seguramente desconfiaría de los ejemplares que carecieran de ellos. Y esto no sólo tratándose de católicos romanos, sino también de los luteranos y aun de algunas iglesias reformadas. Pero tampoco esta consideración calmó la polémica, ni aun cuando la Sociedad, todavía indecisa, y llevada y traída por el vaivén de las opiniones en pugna, decidió en 1822 transigir. Su acuerdo fue entonces dedicar sus propios fondos solamente a la publicación y distribución de Biblias sin los discutidos libros, pero dejando a las sociedades afiliadas en libertad de publicar y distribuir, a sus propias expensas, ediciones con ellos.

En 1824 confirmó esa decisión, pero ese mismo año la reconsideró, y, volviendo al criterio oficial de la Iglesia de Inglaterra, acordó ayudar a la publicación de Biblias con los deuterocanónicos a condición de que éstos se imprimieran como apéndice a los protocanónicos. Con lo cual la controversia arreció más todavía, e hizo crisis al año siguiente, cuando la sociedad de Edimburgo notificó a la de Londres que de seguir ésta ayudando a la publicación y distribución de biblias con aquellos libros, le suspendería su aportación económica, la cual ascendía ya entonces a más de 5 000 libras esterlinas anuales. Como esto sería un golpe muy duro a las finanzas de la SBBE, ésta tomó en 1825, reiterándola en 1826, y completándola en 1827, una decisión que sería la final: “Que se reconozca plena y claramente que la ley fundamental de la Sociedad, que limita sus operaciones a la circulación de las Sagradas Escrituras, excluye la circulación de los deuterocanónicos (Apocrypha)”. Esto significaba de inmediato que la Sociedad no destinaría más fondos en lo sucesivo a costear o subvencionar ediciones de la Biblia que contuvieran los libros deuterocanónicos.

El resultado, también inmediato, fue que las sociedades bíblicas del continente, que para entonces ya eran unas 40, se independizaron de la de Londres. Pero tampoco las sociedades escocesas que habían promovido y obtenido esa decisión permanecieron afiliadas a la SBBE, pues sucedió que, no conformes con ello, exigieron el cese inmediato de los funcionarios de ella que habían autorizado o favorecido la publicación y circulación de biblias con los libros deuterocanónicos. A la Sociedad le pareció que esto era ya exigir demasiado, y rehusó. Entonces las sociedades de Edimburgo y Glasgow se separaron a su vez de ella y constituyeron la Sociedad Bíblica Nacional de Escocia. No fue la única exigencia que la Sociedad londinense consideró necesario rechazar, aunque ahora se trataba de otra cuestión. Hubo elementos en su propio seno que exigieron que se estableciera como requisito indispensable para ser funcionario o empleado de la Sociedad la adhesión expresa a la doctrina de la Trinidad. Puesto que, de acuerdo con sus estatutos, la Sociedad no era iglesia ni academia de teología ni estaba afiliada tampoco a ninguna iglesia o confesión en particular, por lo cual debía abstenerse de proclamar oficialmente ninguna doctrina teológica específica, se negó a imponer tal requisito a sus colaboradores. Entonces los que lo exigían se separaron de ella y formaron en 1831 la Sociedad Bíblica Trinitaria, que subsiste hasta hoy. Por su parte, otras sociedades bíblicas, como la de los Países Bajos, cuyas Leyes y Reglamentos no aluden a dichos libros, han seguido publicando ediciones con los deuterocanónicos, en respuesta a las necesidades y demandas de las iglesias de su respectiva zona, y, en el caso de Holanda, por petición expresa de las Iglesias Luterana y Antigua Católica.

Para los países de habla castellana, la SBBE comenzó distribuyendo simplemente la versión del P. Scío de San Miguel, en la edición Dorca, de Barcelona, que, por supuesto, contenía los deuterocanónicos. En 1821, la Sociedad sacó su propia edición de la misma, reteniéndolos. Como reflejo de los vaivenes de la controversia a que nos hemos referido, en 1823 publicó una edición de la versión de Scío sin ellos. Y en 1824, al parecer a modo de conciliación, sacó dos ediciones de ella, una con los libros debatidos.y otra sin ellos. Cuando su representante Diego Thomson inició sus labores bíblicas en 1818 en Argentina, muy probablemente empezaría distribuyendo la edición Dorca. Después, seguramente distribuiría las ediciones de la Sociedad. Fue sólo en 1857, cuando ésta adoptó y empezó a publicar la versión Reina-Valera, el Nuevo Testamento ese año, y en 1861 la Biblia completa, pero sin los deuterocanónicos.

En 1816 se organizó en Nueva York la Sociedad Bíblica de los Estados Unidos de América. (American Bible Society). Aunque ya para esa fecha Inglaterra se conmovía con la polémica sobre los deuterocanónicos ya reseñada, tal parece que en un principio no repercutió gran cosa en las labores de la nueva sociedad. Fue en 1822 cuando la cuestión surgió formalmente en ella,27 al importar Biblias en alemán, versión de Lutero, publicadas por la Sociedad Bíblica de Hamburgo-Altona con los deuterocanónicos. La ABS declaró, al respecto, “que por cuanto las personas entre quienes se distribuyen las Escrituras en alemán han estado acostumbradas a recibirlas en la forma que se menciona (con los libros en cuestión); por cuanto los libros deuterocanónicos (Apocrypha) se circulan por las sociedades bíblicas del continente (europeo), y por cuanto dichos libros no pueden en ningún sentido considerarse como notas o comentarios sobre la Biblia, no puede haber objeción justa para que dicha práctica se continúe” (Actas de la Junta de Gobierno, 11, 7,1822). Por su parte, la Sociedad lanzó en castellano sendas ediciones de la versión de Scío con los deuterocanónicos en 1824 y 1826. En su informe anual de 1824, la Sociedad se refería a dicha edición indicando que se trataba de la “versión católica romana aprobada”.

Al parecer, pues, la ABS no consideraba que hubiera ningún problema serio en el caso. En agosto 31, 1826, el doctor Milnor, de la ABS, escribía al Rdo. A. Brandram, de la SBBE, que le había comunicado la resolución de dicha Sociedad sobre el asunto, diciéndole que por lo que tocaba a la ABS, “hasta aquí nos ha parecido conveniente continuar su inserción (la de los deuterocanónicos) en nuestras Escrituras en español, destinadas a la circulación en Sudamérica. Y confieso que la ansiedad que siento en cuanto a la distribución de la Palabra de Dios en esa supersticiosa región me llevaría a lamentar grandemente cualquiera medida que pudiera arrojar impedimentos en el camino de un objetivo tan deseable. Aquí no ha aparecido aún ninguna disposición de agitar el asunto, y yo, al menos, sentiré ver que se ponga sobre el tapete”. No obstante, la cuestión que no había vuelto a surgir desde 1822, según se dijo antes, se suscita a fines de 1827 y más todavía en 1828, provocada principalmente por algunos profesores de Prínceton. Por otra parte, los agentes de la ABS en Sudamérica, particularmente míster Torrey desde Argentina, insistían en que la única manera de hacer circular rápidamente la Biblia en la región es empleando ediciones con los deuterocanónicos. A fines de 1827, el doctor Milnor escribe a Diego Thomson, a la sazón en México, pidiéndole su opinión. Thomson coincide en lo general con Torrey: lo que está cerrando ya para entonces las puertas a la difusión de la Biblia en México es que ahora las ediciones de la SBBE, que él representa, ya no contienen los libros citados.

A pesar de todo, la ABS no puede evitar verse envuelta en el debate, ahora trasladado a este lado del Atlántico en toda su fuerza. Y así el 3 de abril de 1828 decidió, al fin, seguir la pauta de la SBBE, suscribiendo casi textualmente la resolución final de ésta, que citamos anteriormente. Se añadía: “Se resuelve que se den instrucciones al Comité Permanente de hacer que los estereotipos de la Biblia en español, única Biblia que esta Sociedad ha impreso y a la que se han anexado los deuterocanónicos (Apocrypha), sean alterados de manera que todos esos libros queden excluidos de ellos. Se resuelve que las Escrituras en español que hay actualmente en existencia se retengan en el Depósito hasta que se supriman de ellas los libros deuterocanónicos (Apocrypha)”. Uno de los miembros de la Junta de Gobierno de la ABS, que tomó esa decisión, el doctor Printard, escribiendo a su hija en abril 4, la informaba del acuerdo y decía que éste “estobará el envío de las Escrituras a la América española”. El 20 de mayo míster Bringham, Secretario Ayudante de la ABS escribía a míster Brandram, de la SBBE, informándolo del acuerdo. Y le decía: “Usted percibirá por nuestro informe que hemos seguido los pasos de ustedes en la cuestión de los deuterocanónicos (Apocrypha)”.

Desde Argentina escribió Torrey varias cartas lamentando el acuerdo y reiterando su convicción de que éste dificultaría la difusión de las Escrituras en Sudamérica, pero naturalmente fue en vano: la decisión había sido definitivamente tomada. Y como primera consecuencia, las ediciones de la versión de Scío hechas por la Sociedad en 1829, 1830 y 1832 salieron ya sin los deuterocanónicos. De otros países que la ABS servía se recibieron también informes de sus agentes, especialmente de Rusia, Armenia y el Medio Oriente, en el mismo sentido expresado por Torrey. Y por supuesto, cuando la ABS adoptó para publicación la versión Reina-Valera (de la que sacó el Nuevo Testamento en 1845), en la edición de la Biblia completa (1850) se omitieron los deuterocanónicos que figuraban en la Reina Valera original (1602). Y en las sucesivas revisiones de ella, hasta la de 1960, esta versión ha aparecido sin dichos libros. Durante todo el siglo 19 la ABS mantuvo su decisión.

La cuestión revivió en esta Sociedad entre 1907 y 1914, cuando se trató de la publicación de la Biblia en armenio, pero no hubo cambio en la política. En 1920 se hizo sentir, sin embargo, la necesidad de reconsiderarla, en vista de que uno de los cuerpos a que la ABS deseaba servir, la Iglesia Protestante Episcopal, usaba pasajes de los libros deuterocanónicos en sus oficios. En noviembre 1o de 1922, por moción de representantes de la Iglesia Presbiteriana (del Norte) y de las iglesias bautistas, el Consejo Consultivo de la ABS recomendó a la Junta de Gobierno de la misma “considerar seriamente suministrar la Biblia con los libros deuterocanónicos (Apocrypha)”. Se corrieron diversos trámites, a consecuencia de esa recomendación, turnando ésta a varios comités, pero no se llegó a ninguna resolución, hasta 1928. En este año, el Comité de Publicaciones, después de examinar las ediciones de la Biblia con los deuterocanónicos, hechas por Oxford University Press, James Pott y Thomas H. Nelson, en octubre 16 tomó la siguiente resolución: “El Comité consideró cuidadosamente este asunto y decidió que era aconsejable suministrar la Biblia con los deuterocanónicos (Apocrypha) a cualesquiera personas que deseen comprarla. El Comité cree, sin embargo, que aunque al presente no es aconsejable que la Sociedad pare el tipo de los deuterocanónicos (Apocrypha) e imprima éstos con sus propias placas, debe autorizarse a los funcionarios (de la Sociedad) a comprar mil o dos mil ejemplares que se publiquen con el pie editorial de la Sociedad”. Esta resolución fue aprobada el 1• de noviembre siguiente por la Junta de Gobierno. Se hicieron los arreglos para adquirir los ejemplares de referencia, y en octubre de 1930, cuando ya se tenían en existencia, el tesorero de la ABS, míster Darlington, despachó circulares a los clérigos de la Iglesia Protestante Episcopal poniéndolos a su disposición. Es interesante que no se produjeron críticas, o las que hubo fueron muy pocas, de parte de las denominaciones que oficialmente no aceptan los deuterocanónicos. Por supuesto, la ABS, por prudencia, no incluyó esas Biblias en su catálogo general.

Aunque la polémica inglesa de principios del siglo 19 sobre la inclusión o no inclusión de los libros deuterocanónicos en ediciones de la Biblia afectó, como hemos visto, la política de publicación seguida por las Sociedades Bíblicas británica y estadunidense, otras sociedades mostraron un criterio más amplio. Con todo, durante el resto de ese siglo quedó establecida claramente la posición de las iglesias cristianas en cuanto al canon del Antiguo Testamento. La Iglesia Católica Romana mantuvo —y oficialmente no ha rectificado— el criterio del Concilio de Trento, que asignó igual canonicidad a los “apócrifos”. En cuanto a la Iglesia de Inglaterra y las iglesias propiamente protestantes, ninguna de ellas considera dichos libros como canónicos, pero varían en cuanto al valor, utilidad y uso que les asignan. La Iglesia de Inglaterra, la Iglesia Protestante Episcopal (EE.UU. de A.), la Iglesia Luterana y algunas iglesias de tradición reformada, como la de Holanda, sustentan de hecho el criterio de San Jerónimo y de Lutero: son libros de provechosa lectura, tanto privada como litúrgica, pero no deben invocarse para establecer o desechar doctrinas. Iglesias como la Anglicana y la Protestante Episcopal los aprecian al grado de incluir pasajes tomados de ellos en las lecturas de sus cultos. El actual Leccionario anglicano contiene 44 de ellas, y el protestante episcopal, 110. Ambas iglesias leen dos pasajes de Tobit en su ritual de la Santa Comunión, al lado de otros de Salmos, Proverbios y el Nuevo Testamento.28 Las demás iglesias acabaron por no prestar ninguna atención a los deuterocanónicos, al punto de ser todavía prácticamente desconocidos para la gran mayoría de sus feligreses.29

Aparte de todo debate sobre el canon bíblico y aun, en general, de toda cuestión dogmática, en los últimos tiempos se ha despertado un renovado interés por el conocimiento y estudio de la literatura judía no comprendida en el canon hebreo, y esto no sólo tratándose de los deuterocanónicos sino también de los propiamente apócrifos o seudoepígrafos y aun de otros escritos, como los de la comunidad de Qumrán, los de Josefo y otros que no caen dentro de la clasificación tradicional. Cualquiera que sea el valor religioso que se asigne a esos escritos, se considera que son de todos modos expresión de la mente y la vida judías en los periodos no cubiertos por la Biblia, y que su conocimiento puede ser necesario para comprender mejor el contexto histórico y cultural en que se desarrollaron el judaísmo y el primitivo cristianismo. Ese conocimiento cae no sólo dentro de la historia de ambas religiones sino de la historia general en tiempos tan decisivos como fueron aquellos. Los deuterocanónicos, en particular, aportan datos útiles para entender mejor el Nuevo Testamento, por ejemplo, en cuanto al desarrollo de doctrinas como la resurrección de los muertos, el juicio final, los ángeles y los demonios, y otras.

Como toda literatura, los deuterocanónicos son producto y reflejo de las ideas y el temperamento que formaban parte de la vida del pueblo judío en un periodo tardío y crítico de su historia: el que precedió a la aparición del cristianismo, la destrucción de Jerusalén y la gran dispersión. Constituyen un objeto de estudio para el conocimiento histórico de la época. Su valor, por supuesto, no es parejo, y para que su lectura sea edificante, como la juzgaba San Jerónimo, o aun simplemente útil y provechosa, como la consideraba Lutero, se requieren cuidado y discernimiento. Hay en estos libros pasajes que pueden considerarse ecos, reflejos y paralelos de las escrituras consideradas ahora unánimemente por judíos y cristianos como canónicas. En I Esdras, los pasajes que contiene, tomados de los libros canónicos de Esdras y Nehemías, son, naturalmente, del mismo valor y la misma autoridad que los correspondientes de dichos libros. A sus demás referencias históricas no puede dárseles el mismo crédito, pero entre ellas pueden espigarse textos como éste que se ha hecho famoso: “La verdad permanece en su vigor eternamente, y vive y domina por los siglos de los siglos” (4.38, versión Reina-Valera). Eclesiástico y Sabiduría contienen máximas muy similares a las de Proverbios. La intención moral y religiosa de los autores, o sea su “moraleja”, muestra afinidades con enseñanzas centrales de libros del canon hebreo, si bien a veces bajo símbolos que parecen confusos o exagerados, como pasa en II Esdras y II Macabeos, o apelando a relatos fantásticos, como algunos de Tobit, y como la Historia de Bel y el Dragón.

Judit parece ser una repetición muy elaborada, en otro contexto histórico, del argumento de la historia de Jael (Jue. 4.17–22). Algunas adiciones a Ester y a Daniel, y la Oración de Manasés, muestran paralelos con algunos salmos, y parecen recordar oraciones como la de Ezequías. La intención de la dramática historia de Susana, es sin duda exaltar la pureza de una esposa fiel, en contraste con la concupiscencia de jueces corrompidos. I Macabeos es una aportación a la historia del periodo en que Palestina estuvo bajo la dominación de los seléucidas y en que Judá vivió una etapa de independencia. El historiador Josefo se documentó ampliamente en este libro, no obstante que no lo consideraba canónico. Es interesante que hasta se ha sugerido que algunas partes de los deuterocanónicos, en la recensión en que han llegado hasta nosotros, podrían ser de autores cristianos, como por ejemplo los capítulos 1, 2, 15 y 16 de II Esdras, que faltan en las versiones orientales.

Hay en esos libros asentadas, desde luego, doctrinas o prácticas que no tienen apoyo en los libros canónicos, como el sacrificio de expiación por los muertos (II Macabeos 12.43,45) que mandó ofrecer Judas Macabeo, y que recuerda la alusión de Pablo al bautismo por los muertos (1 Co. 15.29) que practicaban algunos cristianos de su tiempo. En cambio, las doctrinas de la inmortalidad del alma y de la resurrección de los muertos, ausentes o poco recalcadas en el judaísmo tradicional, aparecen fuertemente expresadas, la segunda hasta con cierta crudeza, en el libro de la Sabiduría (por ej., 2.23 y 5.15) y en II Macabeos cap. 7. De cualquiera manera, parece no haber ningún inconveniente en la lectura de esos libros si se mantiene el sabio principio de San Jerónimo y Lutero en cuanto a ellos: no pueden citarse para establecer ni para refutar doctrinas. Lo cual significa, en otras palabras, que sólo deben aceptarse como material informativo y no normativo, o todo lo más, al menos en muchos de sus pasajes, como de cierta edificación. El juicio más favorable, de fuente protestante, para los deuterocanónicos, parece ser el de Goodspeed, en su introducción general a la American Translation (1939): “Aunque los juicios críticos y las actitudes religiosas de tiempos modernos les niegan una posición de igualdad con las Escrituras del Antiguo y el Nuevo Testamentos, histórica y culturalmente son todavía una parte integrante de la Biblia”. Quienes hallaren este juicio inaceptable o demasiado enfático, podrían considerar al menos el de C. C. Torrey, en el Prefacio a su libro The Apocryphal Literature: “En la actualidad se reconoce generalmente que el conocimiento de los escritos religiosos no canónicos de los judíos, pertenecientes al periodo precristiano, son parte del equipo de todo estudiante serio de la Biblia, en uno u otro Testamento, ya que arrojan luz en ambas direcciones”.

En 1894 se publicó para la Iglesia Protestante Episcopal una Versión Revisada de los deuterocanónicos. La Convención General de dicha iglesia ordenó en octubre de 1952 una nueva revisión. En 1926 apareció en Alemania la Biblia llamada de Menge, con los deuterocanónicos impresos según la pauta tradicional de Lutero. La University of Chicago Press sacó en 1939 una edición de The Complete Bible: an American Translation, versión de un equipo dirigido por J. M. Powis Smith, con los deuterocanónicos en traducción de Edgar J. Goodspeed, impresos también en bloque antes del Nuevo Testamento y con numeración aparte de páginas. En 1974 se estaba ya trabajando en la traducción de dichos libros para sacar con ellos otra edición de la Nueva Biblia Holandesa, publicada primeramente sin ellos en 1951. En los Estados Unidos se preparó bajo el patrocinio de la División de Educación Cristiana del Consejo Nacional de las Iglesias de Cristo la Versión Revisada Estándar (RSV), cuya edición sin los deuterocanónicos se publicó en 1952. Una edición con ellos apareció en 1957. Van impresos igualmente antes del Nuevo Testamento y se incluye entre ellos la Oración de Manasés. La nueva versión alemana de Hans Bruns (Brunnen Verlag, Giessen), Das Alte Testament (1962) se ciñe al canon hebreo. En cambio, otra edición del mismo nombre, preparada por Jörg Zink (Kreuz-Verlag, Stuttgart-Berlín, 1966) contiene no sólo selecciones de Sabiduría, Eclesiástico, II Macabeos y Baruc, sino también pasajes de libros propiamente apócrifos (seudoepígrafos) y de otros escritos judíos antiguos: Testamento de Leví (del Testamento de los Doce Patriarcas), Carta de Aristeas, Enoc, Himnos de Acción de Gracias (de Qumrán), Apocalipsis de Baruc y Salmos de Salomón.

En los Países Bajos, la Conferencia de Driebergen (1964), compuesta de representantes de iglesias protestantes, emitió la siguiente declaración: “Donde las iglesias lo deseen y pidan específicamente, las Sociedades Bíblicas deben considerar la traducción y publicación de los libros comúnmente llamados los Apócrifos”.

En Inglaterra se preparó una nueva versión inglesa patrocinada por un Comité Conjunto de la Nueva Traducción de la Biblia, formado por representantes oficiales de la Unión Bautista de Gran Bretaña e Irlanda, la Iglesia de Inglaterra, la Iglesia de Escocia, la Iglesia Congregacional de Escocia y Gales, el Consejo Irlandés de Iglesias, la Junta Anual de Londres de la Sociedad de los Amigos, la Iglesia Metodista de Gran Bretaña, la Iglesia Presbiteriana de Inglaterra, la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera y la Sociedad Bíblica Nacional de Escocia. Este Comité produjo la New English Bible en dos ediciones, una con los deuterocanónicos (Oxford University Press, 1970). Entre éstos se incluye la Oración de Manasés. Es sumamente significativo que entre los patrocinadores esté precisamente la Sociedad Bíblica escocesa, que como se vio antes, se formó con las sociedades de Edimburgo y Glasgow, que fueron las que a principios del siglo 19 provocaron, por su oposición a las ediciones con los deuterocanónicos, la histórica decisión de la Sociedad Británica de abstenerse de ellas. La edición referida de la NEB imprime estos libros en la forma consabida, antes del Nuevo Testamento y con paginación aparte. En el Prefacio a la sección que los contiene se dice que son “valiosos en sí mismos e indispensables para el estudio del trasfondo del Nuevo Testamento”. En la contraportada consigna la siguiente nota: “La publicación de los libros del grupo deuterocanónico (Apocrypha) en esta traducción… no implica que los cuerpos representados en el Comité sostengan una opinión común en cuanto a la posición, relativa al canon, de dichos libros”.

El renacimiento bíblico en el seno del catolicismo romano, que ha cobrado fuerza en el presente siglo, sobre todo después del Concilio Vaticano II, ha ensanchado considerablemente la oportunidad para la difusión de la Biblia en un medio en que jamás la hubo como ahora. Esto tenía que conducir, de suyo, a la apertura para una colaboración, al respecto, entre los organismos católicos que tienen que ver con el “apostolado bíblico” y las Sociedades Bíblicas Unidas. Esa apertura se confirmó y se hizo oficial, de parte de la Iglesia Católica Romana, por la siguiente declaración que, a la vez, abrió la puerta para las versiones hechas directamente de los textos originales: “Como la palabra de Dios ha de estar a mano para todos los tiempos, la Iglesia procura con maternal solicitud que se compongan versiones adecuadas y bien hechas a las varias lenguas, señaladamente de los textos primigenios de los libros sagrados. Estas versiones, si, dada la oportunidad y con aprobación de la Iglesia, se llevaren a cabo en esfuerzo mancomunado con los hermanos separados, podrán ser usadas por todos los cristianos” (Concilio Vaticano II, Constitución sobre la divina revelación, VI, 22).

Puestas en contacto, casi de inmediato, las autoridades católicas y las Sociedades Bíblicas, un comité oficial mixto procedió a formular unos “Principios Normativos para la Cooperación Interconfesional en la Traducción de la Biblia” (1968). Hay en ellos dos importantes implicaciones. De parte de las autoridades católicas, el reconocimiento tácito de la diferencia, canónicamente hablando, entre los libros del canon hebreo y los adicionales de la versión griega (LXX), ya que se acepta que en las ediciones que contengan estos últimos, se forme con ellos una sección por separado, antes del Nuevo Testamento, precedidos de una introducción especial. Como hemos visto, este es el antecedente basado en San Jerónimo y Lutero. Las Sociedades Bíblicas, por su parte, al aceptar participar en ediciones con los deuterocanónicos, y aun publicarlas, al lado de otras que los omitan, no hicieron más que volver a sus primeros y amplios principios, y a su práctica original, de ofrecer a las iglesias la Biblia en la forma que ellas mismas, respectivamente, consideran adecuada a sus necesidades. Eso, desde luego, no implica que se arroguen la facultad, que no les corresponde, de fallar en lo relativo al canon del Antiguo Testamento, sobre lo cual difieren entre sí las iglesias cristianas, así como en otros puntos sobre los cuales las Sociedades Bíblicas no consideran tampoco de su atribución tomar partido.

En tal virtud, las Sociedades patrocinan ellas mismas en diversas partes del mundo, proyectos de traducción y publicación de la Biblia, en colaboración con sectores cristianos de diversa filiación, inclusive católicos romanos y ortodoxos griegos. En inglés, por ejemplo, la Good News Bible (versión en inglés contemporáneo), cuya edición sin los deuterocanónicos apareció en 1976, ha publicado en 1979 una edición que los contiene. Para los países de habla castellana, las Sociedades tienen en prensa, al momento de redactar estas líneas, dos ediciones de la Versión Popular de toda la Biblia, que llevará el nombre de Dios habla hoy. Una de ellas contiene los deuterocanónicos, colocados en bloque antes del Nuevo Testamento, como en la Reina-Valera 1602, precedidos de una introducción general y con una introducción a cada libro. A diferencia de RV1602, no se incluyen II (I) & IV (II) Esdras ni la Oración de Manasés, sino sólo Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc con la Carta de Jeremías, las adiciones a Daniel, I & II Macabeos y la traducción del texto griego de Ester, que contiene las adiciones. Esto último se ha hecho, en vez de dar por separado solamente las adiciones, como lo hizo Valera, por razón de que la versión griega ofrece variantes incluso en los pasajes que corresponden a los del texto hebreo. Esto parece indicar que el texto griego era diferente, no una mera traducción del hebreo, y que no se trata de simples adiciones griegas a éste. (Los deuterocanónicos aparecerán en Dios habla hoy, en el mismo número y forma que en la Good News Bible ).30

El Concilio Vaticano II no dio ninguna definición nueva del canon bíblico en sí. Sólo declaró que “la santa madre Iglesia, por fe apostólica, tiene por sagrados y canónicos los libros íntegros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes” (Constitución sobre la divina revelación, III, II). Se colige que sigue vigente oficialmente al respecto el criterio de Trento y del Vaticano 1. Sin embargo, los biblistas católicos han aceptado la designación de deuterocanónicos” para los libros que no forman parte del canon hebreo. Por sí misma y de hecho, esa designación los coloca en una categoría aparte y secundaria. Las ediciones católicas modernas de la Biblia varían en su manera de tratarlos. Nácar-Colunga y Straubinger siguen literalmente la norma de Trento y les dan la colocación de la Vulgata, sin distinguirlos de los otros en ninguna forma. La Biblia Herder, editada por Ausejo, sitúa las adiciones a Ester en los lugares del libro que considera lógicos, pero los imprime en cursiva, marcando con letras en vez de números los versículos. Les llama “pasajes deuterocanónicos”, y considera que fue un escritor griego quien los añadió. A las adiciones a Daniel les da la misma colocación que la Vulgata.

La Nueva Biblia Española (Schökel) ordena los libros del Antiguo Testamento de una manera peculiar, agrupándolos en Pentateuco, Historia, Narraciones, Profetas, Poesía y Sapienciales. Separa de Baruc la Carta de Jeremías. Hace lo mismo que la Biblia Herder con las adiciones a Ester, pero conserva para los versículos de ella la numeración de la Vulgata. Concuerda con la Biblia Herder en que un escritor griego fue el autor de las adiciones, y sugiere que en una primera lectura pueden saltarse estos pasajes, que van impresos en cursiva. Aunque conserva las adiciones a Daniel como caps. 13 y 14, los imprime también en cursiva con el subtítulo general de “Relatos griegos”. En la introducción al libro se dice que “los fragmentos griegos” son “adiciones posteriores”. La Biblia de Jerusalén trata las adiciones a Daniel y a Ester como la Biblia Herder y la NBE, excepto que a diferencia de esta última no imprime las historias de Susana y de Bel y el Dragón en una sección aparte, y que deja la Carta de Jeremías como parte integrante de Baruc. La Biblia de Cantera-Iglesias agrupa los deuterocanónicos, bajo el designado de “libros no incluidos en el canon hebreo”, antes del Nuevo Testamento, dando por separado los “Suplementos al libro de Ester” y las “Adiciones griegas al libro de Daniel”. En la Introducción General a esta sección advierte: “El bloque de libros que viene a continuación, aunque admitidos como canónicos en la tradición católica, no se encuentran en el canon hebreo”. Pero en el encabezado de la sección los llama “deuterocanónicos”.

1 The Cambridge History of the Bible, I, 148–149.

2 Es muy importante tener presente esta terminología para evitar confusiones. En inglés existe la conveniente distinción entre la palabra aprocryphal, que es “apócrifo” en el sentido común y corriente que ahora se le da, y Apocrypha, traslado del plural latino, que de este modo se aplica a los libros deuterocanónicos como vocablo técnico, sin la acepción peyorativa que conserva la otra palabra. En castellano no tenemos esa ventaja.

3 Cit. por H. F. D. Sparks, The Cambridge History of the Bible, I, 535.

4 Prologus in Libris Salomonis, 20, 21 (Vulgata).

5 Estas adiciones van precedidas de notas que indican que no se hallan en hebreo, y se dan en el siguiente orden: Interpretación del sueño de Mardoqueo, una nota (a manera de colofón) a la anterior, Sueño de Mardoqueo, Edicto de Artajerjes contra los judíos, Oraciones de Mardoqueo y de Ester, Recado de Mardoqueo a Ester, Ester ante el rey, Edicto de Artajerjes en favor de los judíos.

6 También precedidas de notas que advierten sobre su ausencia del texto hebreo, estas adiciones se colocan en esta forma: la Oración de Azarías y el Cántico de los Tres Jóvenes, después de Dn. 3.23, y al final del libro la Historia de Susana, como cap. 13, y la Historia de Bel y el Dragón como cap. 14.

7 Salvo la interpolación conocida como “Historia de los Tres Guardias”, este libro es realmente un conjunto de selecciones de Cr., Esd. y Neh. protocanónicos; muy probablemente restos de la LXX original, pero con cierta “revisión”. Según otra nomenclatura, que es la adoptada por la Vulgata, es III Esdras. En la edición Rahlfs los protocanónicos Esd. y Neh. se dan como un solo libro bajo el título de II Esdras. En la otra nomenclatura es a la inversa, I Esdras equivale a Esd-Neh., y II Esdras es el deuterocanónico.

8 El texto de Ester es el griego, un tanto diferente del hebreo aun en las partes protocanónicas. Lleva las adiciones intercaladas.

9 Las Odas son una antología de pasajes poéticos proto y deuterocaaónicos, que incluye también algunos propiamente apócrifos. Son los que figuran en el Códice Alejandrino bajo el mismo nombre y que hemos enumerado anteriormente. Pero se les añaden dos de las adiciones a Daniel: la Oración de Azarias y el Cántico de los Tres Jóvenes, así como Is. 5.1–9 y 26.9–20. El “Himno matutino”, que principia con Lc. 2.14, es en su primera y mayor parte el Gloria in Excelsis del ritual de la Eucaristía o Santa Comunión que emplean las Iglesias Católica Romana, Anglicana, Luterana. Metodista y algunas otras. Contiene, además, por lo menos una oración de Maitines, y versículos de los Salmos.

10 La historia de Susana va antes del libro protocanónico, la Oración de Azarfas y el Cántico de los Tres Jóvenes se insertan después de 3.23, y la Historia de Bel y el Dragón se coloca al final. De todo esto se imprimem dos textos, el tradicional de la LXX y la recensión de Teodoción.

11 Op. cit., caps. LXXI, LXXII.

12 Tertuliano (¿155–220?) cita este libro como escritura divinamente inspirada.

13 En realidad la base bíblica de la doctrina del nacimiento virginal de Jesús no estriba tanto en la cita que Mateo hizo del texto de la LXX, como en la clara afirmación de ella en Mt. 1.18, 25, y Lc. 1.27. Hay el hecho también de que en hebreo se podía llamar a una joven casada almáh hasta que tuviera su primer hijo.

14 Eusebio. Historia Eclesiástica, IV, 26.

15 Id., VI, 25.

16 Comm. in Symb. Ap., 37–8, cit. por Sparks, op. cit., I, 533.

17 Charles C. Torrey. The Apocryphal Literature, 32.

18 Id, 32, 33.

19 Cit. por Torrey, op. cit., 31.

20 Cit. por Valera, introducción a su Biblia de 1602.

21 Como se ha visto antes, este libro no fue declarado canónico por el Concilio de Trento.

22 Tischreden, cit. por R. H. Bainton, The Cambridge History of the Bible, III, 6, 7.

23 A veces parece que el versículo citado en la referencia no corresponde exactamente al versículo canónico. O podría tratarse de una errata.

24 Basil Hall. The Cambridge History of the Bible, III, 72.

25 Aprovecho la oportunidad para hacer una importante rectificación a lo asentado en mi libro El doctor Mora, impulsor nacional de la causa bíblica en México, publicado bajo mi seudónimo de Pedro Gringoire. En la nota 20 bis dije que la versión Reina-Valera, “desde un principio, no contenía los [apócrifos] del Antiguo Testamento”. Fue una afirmación infortunada. A la fecha de escribir ese libro no había tenido yo ocasión de examinar ningún ejemplar de la Biblia del Oso, de Reina, ni de la edición prínceps de la revisión de Valera, y en las fuentes que tuve a mano y en que se describen esas ediciones no hallé información en contrario.

26 Bruce M. Metzger, en su libro An Introduction to the Apocrypha (pág. 202, nota 20) consigna el hecho de que, según el tradicional protocolo de la coronación de los reyes de Inglaterra, el ejemplar de la Biblia que el nuevo monarca besa al prestar juramento debe contener los libros deuterocanónicos. Y refiere el incidente ocurrido en 1901, cuando se hacían los preparativos para la coronación de Eduardo VII, y casi a última hora se descubrió, con la consiguiente consternación, que el ejemplar enviado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera para la ceremonia no contenía los deuterocanónicos. Tuvo por ello que rechazarse, y hubo que conseguir apresuradamente otro ejemplar que los tuviera.

27 Por la información que sigue, relativa a la ABS, el autor es deudor al personal de la Biblioteca de la Sociedad, especialmente al doctor E. F. Rhodes, a quienes aquí expresa su reconocimiento.

28 La Iglesia Episcopal Mexicana tiene en su Libro de Oración Común, entre los “Salmos y lecciones para el Año Cristiano”, una lectura de la Oración de los Tres Jóvenes (adición a Daniel), dos de Tobit, cuatro de Baruc, seis de II Esdras, 12 de I Macabeos, 32 de Sabiduría y 44 de Eclesiástico.

29 Quienes lean inglés, hallarán un amplio y ponderado estudio crítico de los deuterocanónicos en An Introduction to the Apocrypha, por Bruce M. Metzger.

30 Ya para entrar en prensa la presente obra, aparece publicada en los Estados Unidos de América una edición de The Living Bible que lleva los libros deuterocanónicos después del Nuevo Testamento, a manera de apéndice. La edición se designa en la portada como Complete Catholic Edition. Como es muy bien sabido los editores representan la posición conservadora y fundamentalista. Respecto a la difusión de la Biblia han adoptado, como se ve, un punto de vista afín al actual de las Sociedades Bíblicas Unidas.

Báez-Camargo, G.: Breve Historia Del Canon Biblico : Tercera Edicion. Miami : Sociedades Bı́blicas Unidas, 2000, c1980, S. 33