Canon del At Hebreo Tanaj

Canon Hebreo La Tanaj

La lista de libros bíblicos hebreos inspirados según quedó establecida definitivamente para el judaísmo a finales del siglo I y principio del II de nuestra era, por el consenso de un grupo de sabios rabinos que habían conseguido escapar del asedio de Jerusalén en el año 70 y siendo ratificado en el 140 DC aprox. 

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FORMACIÓN DEL CANON HEBREO

Tanaj

Hay un largo periodo que podría llamarse precanónico, de extensión difícil de fijar siquiera aproximadamente, pero que debió de haber sido por lo menos de unos cinco siglos, en que existen, primeramente, materiales que preservan la tradición oral y de los cuales, ya en una primera selección, que podría llamarse “natural”, porque no es impuesta por ninguna autoridad, excepto la de la popularidad, se van consignando algunos por escrito. Los más antiguos son sin duda de índole folklórica: poemas épicos y cánticos que corren de boca en boca, y que cuando llegan a formar parte de relatos históricos son generalmente de más antigüedad que el contexto en que se insertan. En esta forma, o como cánticos separados, que es el caso de algunos salmos, vienen finalmente a formar parte del canon, y de este modo a llegar hasta nosotros.

La lista de éstos no es pequeña. Hela aquí, en el orden en que aparecen en la Biblia, pero que, por supuesto, no es precisamente el de su antigüedad: Cántico de la espada, Gn. 4.23, 24; Maldición de Canaán, Gn. 9.25–27; Oráculo de Yahvéh, Gn. 25.23; Bendiciones de Isaac, Gn. 27.27–29, 39, 40; Bendiciones de Jacob, Gn. 49.2–27; Epinicio de Moisés, Ex. 15.1–18; Estribillo de Míriam, Ex. 15.21, repitiendo 15.1; Cántico del Arnón, Nm. 21.14, 15; Cantar del pozo, Nm. 21.17, 18; Poema de los romanceros, Nm. 21.27–30; Seis profecías de Balán, Nm. 23.7–10, 18–24, 24.3–9, 15–19, 21–22, 23–24; Cántico de Moisés, Dt. 32.1–43; Bendición de Moisés, Dt. 33.2–29; Cántico de los astros, Jos. 10.12, 13; Epinicio de Débora, Jue. cap. 5; Enigma de Sansón, Jue. 14.14; Dicho de Sansón, Jue. 14.18; Cántico de Sansón, Jue. 15.16; Cantar de las mujeres, 1 S. 18.7; Elegía de David (por la muerte de Saúl y Jonatán), 2 S. 1.19–27; Elegía de David (por la muerte de Abner), 2 S. 3.33,34; Salmo de la liberación, 2 S. 22.2–51 (Sal. 18); Canto postrero de David, 2 S. 23.1–7; Salmo de David, 1 Cr. 16.8–36 (Sal. 105.1–15; 96.1–13; 106.47, 48); Salmo de Ezequías, Is. 38.10–20; Salmo de Jonás, Jon. 2.2–10; Salmo de Habacuc, Hab. cap. 3.

Entre esos antiguos materiales orales y escritos, son de particular importancia los que expresan las relaciones del pueblo con Dios. Son de dos clases: a) códigos o cuerpos de leyes prescritas por él para regir la vida individual y comunitaria, y b) fórmulas rituales y reglamentos del culto establecidos por mandato divino. Habiendo existido al parecer, primeramente, por separado, algunos de ellos, probablemente la mayoría, quedaron incorporados al Pentateuco, pero todavía puede advertirse que forman grupo. Algunos de ellos, que han podido discernirse en el conjunto, son leyes como las de las lesiones, Ex. 21.12, 15–17; la que prohíbe ayuntarse con bestias, Ex. 22.19; las del adulterio y las relaciones sexuales entre parientes próximos, así como contra la homosexualidad, Lv. 20.10–13; el Decálogo, que existe en dos recensiones, Ex. 20.1–17 y Dt. 5.1–21; el que se ha denominado Código del Pacto, Ex. 20.22–23.19, probablemente el Libro del Pacto mencionado en 24.7, y del que algunos autores excluyen partes que suponen incorporadas posteriormente y que formaban originalmente un Decálogo ritual (23.12, 15–17; 22.29, 30; 23.18, 19); el llamado Código ritual, Ex. cap. 34; el designado como Código deuteronómico, Dt. 12–26, el denominado Código de santidad, Lv. 18–26 y un Ritual del Arca, Nm. 10.35, 36.

Los eruditos consideran que las principales tradiciones que finalmente se consignaron por escrito son por lo menos tres: una en que se usa para Dios el nombre de Yahvéh, y a la que por eso se ha llamado yahvista; otra que prefiere el nombre Elohim, que significa simplemente “Dios”, que por tanto ha recibido la designación de elohista, y una tercera, más tardía, quizá de los últimos tiempos de la monarquía, y que por los temas en que hace hincapié y la importancia que se da en ella al culto y al sacerdocio se ha llamado sacerdotal. Los materiales de estas tres tradiciones o fuentes documentales se han combinado, según el consenso de los eruditos modernos, en la composición del Pentateuco. El Código deuteronómico, citado arriba, pertenecería probablemente a la tradición sacerdotal, y se habría redactado quizá en tiempos de Ezequías, como una nueva versión de la peregrinación por el desierto y una nueva codificación de las leyes. Se ha sugerido, con muchos visos de probabilidad, que “el libro de la Ley”, encontrado en el templo en tiempos de Yosiyahu (Josías) podría haber sido una primera redacción del mencionado Código deuteronómico o una recensión primitiva del Deuteronomio. Algunas autoridades identifican la tradición sacerdotal con un código en forma, llamado Código sacerdotal, cuya presencia, según algunos eruditos, se haría notar desde el primer capítulo del Génesis, que habría sido originalmente parte de él.

Existieron también libros y otros materiales escritos que se perdieron, algunos de los cuales se mencionan por nombre y se citan en la Biblia: Libro de las guerras de Yahvéh, Nm. 21.14, 15; Libro de Yasar (o “del Justo”), Jos. 10.13, del cual tomó el autor de los libros de Samuel la elegía de David, 2 S. 1.18; Historia del profeta Natán, Profecía de Ajiyáh el siloneo, Visiones de Yedo (o Ido) el vidente, 2 Cr. 9.29; Libro de la historia de Salomón, 1 R. 11.41; Libro de las crónicas de los reyes de Judá, 1 R. 15.7; Libro de las crónicas de los reyes de Israel, 1 R. 15.31, libros, estos dos últimos, que no son nuestros libros 1o• y 2o• de Crónicas, y Libro de Yahvéh, Is. 34.16. Seguramente hubo materiales que se perdieron también, pero no se mencionan, y que posiblemente sirvieron de consulta a los escritores sagrados y hasta acaso se incorporaron en la Biblia sin que puedan ahora distinguirse. Por ejemplo, algunas autoridades sugieren que 1 S. 8.11–17, es quizá parte de un libro que Samuel redactó con los fueros o atribuciones del rey, especie de Constitución de la monarquía, que se habría guardado en el santuario de Mispa. Se ha sugerido también que podría tratarse del pequeño código contenido en Dt. 17.14–20, que el deuteronomista, escritor muy posterior a Samuel, habría encontrado e incluido en su versión del Código del Pacto, o sea en el llamado Código deuteronómico, mencionado anteriormente. Estas sugerencias son, por supuesto, aunque plausibles, más bien conjeturales.

Sí sabemos positivamente que a fines del siglo 8, el rey Ezequías mandó formar una colección de Proverbios de Salomón (Pr. 25.1), que se incorporó al libro de Proverbios canónico (caps. 25–29), y que ordenó que en la liturgia del templo se cantaran salmos de David y de Asaf (2 Cr. 29.30). Para eso, naturalmente, hubo que formar un “himnario”, una colección. No sabemos qué salmos la formaban, pero es probable que figuren en la sección del actual libro de los Salmos comprendida del 3 al 72 (véase Sal. 72.20), así como algunos de la colección de salmos de Asaf de la porción Sal. 73–83.

Al parecer Isaías escribió algunas de sus profecías (30.8). En Jer. 36 se habla de un libro dictado por el profeta, que contenía los mensajes de Dios que se le habían comunicado (36.8), los cuales se llaman también “las profecías de Jeremías” (36.10). Muy probablemente contenía parte del libro canónico de Jeremías. Fue el que quemó el rey Joaquín y del que se sacó una “segunda edición”, o sea una nueva redacción ampliada (36.32). Por otra parte, Jeremías cita en 26.18 textualmente Miq. 3.12, y en 49.14–16 Abdías 1–4, casi textualmente. Esto muestra que en su tiempo (mediados del siglo 7) existían ya por escrito las profecías de ambos.

La primera alusión a un libro considerado tácitamente como “sagrada escritura”, o sea como de autoridad divina, es la que se hace al “libro de la Ley” que se halló en el templo durante las obras de reparación del tiempo de Yosiyahu (Josías), que hemos mencionado ya (2 R. 22.8). En 23.2 se le llama “Libro del pacto”. Esto sucedió en 621 a.C. Al parecer fue entonces cuando tuvo su comienzo, en cierto modo, el canon hebreo, y de cierta manera también, el concepto judío de canonicidad, aunque iban a pasar muchos siglos antes de que se empleara esta palabra. Porque ese libro se leyó y oyó, y fue aceptado por el pueblo, como un libro cuyos preceptos debían ser recibidos y obedecidos como mandamientos de Yahvéh, o sea como Palabra de Dios (23.3). Se deduce que las vigorosas reformas religiosas de Yosiyahu, y la celebración de la pascua, fueron consecuencia de ese acatamiento de las palabras del libro (23.4–23) como mandatos divinos. No se consigna en el pasaje citado ninguna declaración explícita del sumo sacerdote Jilquiyahu (Hilcías) o del rey en ese sentido, pero la forma como se procedió con el libro encontrado y la manera como se pusieron inmediatamente en práctica sus preceptos muestra que tácitamente se le concedió la suficiente autoridad para ser considerado como lo que más tarde se llamaría “libro canónico”.

En el segundo libro de los Macabeos (2.13) se dice que Nehemías “fundó una biblioteca y reunió los libros referentes a los reyes, los de los profetas, los de David y las cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Quizá “los libros referentes a los reyes” aludía a los libros de Samuel y de Reyes canónicos, que los judíos llamaron “Profetas anteriores”. Entonces “los de los profetas” aludiría a los llamados “Profetas posteriores”, los profetas propiamente dichos. “Los de David” serían los Salmos, en una primera compilación. No se puede colegir cuáles son esas “cartas de los reyes sobre las ofrendas”. Las “ofrendas” son, sin duda, las que se llevaban al templo. Por lo demás, de este pasaje pueden sacarse por lo menos dos interesantes conclusiones relativas al canon en formación. La primera es que la tradición recogida por Macabeos era que en tiempos de Nehemías existía ya formado el Pentateuco (la Ley o Toráh), de modo que no hubo necesidad de que Nehemías “reuniera” los libros que lo componen. La segunda es que las demás partes de la Biblia hebrea no estaban todavía bien determinadas. “Los (libros) de David”, que, como hemos dicho, es casi seguro que se refiere a los Salmos, es alusión que parece indicar el principio de la formación de la sección de la Biblia hebrea llamada los Escritos, de la que los Salmos es el primero, y cuya mención podría tomarse como genérica de toda la sección. Es ésta la manera como al parecer se designa esa sección en Lc. 24.44 cuando Jesús dice: “Todo lo que está escrito acerca de mí en la Ley de Moisés (la Toráh o Pentateuco), en los profetas (Anteriores y Posteriores) y en los Salmos” (los Escritos en general). Es obvio que Jesús aludía a toda la Biblia hebrea, como se conocía ya en su tiempo.

Al volver del exilio, Esdras, “competente erudito de la ley de Moisés”, traía consigo “la ley de Dios” (Esd. 7.6–14). En Neh. 8.1 se le llama “Libro de la Ley de Moisés”. A su vez, como lo había mandado hacer Yosihayu, lo leyó al pueblo como libro sagrado (hoy diríamos “canónico”), y el pueblo lo acató como tal, obedeciéndolo. Se ha sugerido que ese libro era el Código sacerdotal, al que se ha aludido antes, núcleo del actual Deuteronomio. Otras autoridades creen más probable que fuera ya este libro completo, en una primera recensión, mientras otras opinan que se trataba ya del Pentateuco mismo, en una forma primitiva que bien podría llamarse Protopentateuco. Esto último es todavía mucho más probable si se atiende el testimonio de ciertos papiros de Elefantina, según los cuales el Artajerjes de Esd. 7 sería Artajerjes II (405–308) y no Artajerjes I (466–424), como generalmente se ha creído. De ser así, Esdras habría llegado a Jerusalén a principios del siglo 4, después y no antes de Nehemías. Para entonces el Pentateuco estaba ya formado, bajo el nombre global de “la Ley” (Toráh), y este habría sido, definitivamente, el libro que Esdras traía de Babilonia.

Lo que se ha llamado el cisma samaritano, y para el cual algunos autores dan como fecha el siglo 5, en tanto que otros señalan la segunda mitad del siglo 2, parece haber sido un proceso gradual de alejamiento y separación, que tuvo una visible y dramática señal en la construcción del templo samaritano del monte Guerizim, ocurrida, según Josefo, en la época grecopersa, hacia mediados del siglo 4. Esa separación culminó en el grande y decisivo rompimiento final en 128 a.C., cuando Juan Hircano, sumo sacerdote y gobernante judío de la dinastía de los asmoneos, destruyó el templo citado y la ciudad aledaña de Siquén. Es natural pensar que para el culto samaritano en Guerizim era menester contar con un texto sagrado al que se le reconociera suma autoridad, el cual tuvo que ser el del Pentateuco, única escritura sagrada reconocida hasta hoy por los samaritanos. Por lo cual puede afirmarse casi con seguridad que por lo menos para fines del siglo 4 el Pentateuco estaba ya completado. El texto, sin embargo, no corresponde enteramente al del Pentateuco masorético que figura en nuestras Biblias, y que usualmente es más conciso que aquél, que contiene expansiones y armonizaciones de pasajes paralelos, así como alteraciones de carácter sectario.

No se ha fijado todavía con alguna seguridad la antigüedad del rollo que la comunidad samaritana de Nablús conserva celosamente, pero según el erudito español F. Pérez Castro, que tuvo el extraordinario privilegio de examinarlo detenidamente y fotografiar su contenido hacia mediados del presente siglo, sólo la última parte (Nm. 35.1- Dt. 34.12) es antigua. Cuán antigua no lo señala el citado autor, como tampoco propone fecha para el rollo en total. La época más antigua que se ha sugerido es el siglo 11 y la más reciente, el siglo 14. Como se ve, es un manuscrito relativamente reciente, lo cual no permite saber en qué estado se hallaba el libro en el siglo 4 a.C. y que muy probablemente era, como el de Esdras, un Protopentateuco. Los samaritanos admiten que fue Esdras quien reintrodujo el libro de la Ley, pero sostienen que no fue el auténtico sino una falsificación fraguada por él.

El apócrifo llamado II Esdras, y también “Apocalipsis de Esdras”, que data de fines del siglo 1 A.D., consagra su capítulo 14 a los trabajos escriturísticos de dicho personaje. En éste se relata que, en vista de que la ley de Dios había sido “destruida en el fuego”, Esdras pide al Señor que lo llene de su santo espíritu a fin de volver a redactar, bajo inspiración suya, los libros que la contenían. Dios accede y le ordena que dicte a cinco escribas lo que él pondrá en su mente. Así lo hace Esdras, y durante 40 días dicta día y noche un total de 94 libros. Dios le ordena promulgar 24 de ellos (supuestamente los del canon hebreo completo) y reservar los otros 70 para la lectura sólo de “los sabios” del pueblo. Se trata, por supuesto, de una leyenda sin suficiente base histórica, pero el hecho de haberse formado indica la existencia de una muy antigua tradición que podría significar que Esdras tuvo en verdad una importante participación en la formación del canon, de la cual no quedó en Esdras-Nehemías canónico noticia detallada.

En el libro de Daniel, escrito a principios del siglo 2 a.C., se dice que el profeta “estaba estudiando en los libros… la palabra de Yahvéh que hubo para Jeremías” en cuanto a la duración de la cautividad. El plural “los libros” parece aludir a la segunda sección del canon hebreo llamada Los Profetas, que habría quedado completada hacia el año 200 a.C. Esta referencia parece confirmarlo. (El libro de Daniel mismo no pertenece, en la Biblia hebrea, a esa sección sino a la tercera, llamada de los Escritos.)

Por su parte, el traductor del deuterocanónico Eclesiástico o Sabiduría de Jesús Ben Sira (o Sirac), que era nieto de este autor, dice en su prólogo, escrito en 132 a.C., que su abuelo “se había dado muchísimo a la lectura de la ley y de los profetas, y de los otros libros de nuestros padres”. Casi no cabe duda de que se estaba refiriendo a las dos primeras secciones de la Biblia hebrea, que estarían ya formadas en vida de su abuelo, lo cual podría fecharse por lo menos hacia el 200 a.C., dato que coincide con el de Daniel, o poco antes. “Los otros libros” serían al parecer los que llegaron a formar parte de la sección Escritos, entonces todavía en proceso de formación, y acaso algunos otros que no llegaron a quedar incorporados a ella.

Finalmente, en otro deuterocanónico, el primer libro de los Macabeos, cuya redacción se fija usualmente hacia el 100 a.C., se hace alusión a “los libros santos que están en nuestras manos”, o sea, “nuestros libros sagrados”, expresión que indica la existencia ya de un grupo o colección de libros que, aunque no hubiera todavía de por medio una declaración de las autoridades religiosas, eran considerados por la tradición y el uso general como Sagradas Escrituras (I Mac. 12.9). Durante la persecución emprendida por Antíoco IV Epífanes contra la religión judaica en la primera mitad del siglo 2 a.C., deben de haberse destruido muchas copias de los libros sagrados judíos. “Si en poder de alguno se encontraba un libro de la alianza… se le condenaba a muerte” (I Mac. 1.57). Este libro era casi seguramente la Toráh, o libro de la Ley. Judas Macabeo (167–61) “reunió… todos los (libros) que habían quedado dispersos por la guerra que sobrevino contra nosotros” (II Mac. 2.14).

Otros testimonios de que la colección de libros que constituyen el canon hebreo estaba prácticamente formado antes del fin del primer siglo de nuestra era, son de fuente cristiana. El primero es el de Lc. 24.44, que ya hemos citado. Sólo añadiremos que cuando Jesús se refirió, probablemente, a la sección Escritos simplemente como “los Salmos”, no fue solamente por ser éste el libro más extenso e importante de esa sección de las Escrituras hebreas sino por las numerosas alusiones mesiánicas que hay en él. En Mt. 23.35 se halla el segundo testimonio, consignado también como paralelo en Lc. 11.51. Las palabras de Jesús “desde Abel… hasta Zacarías” podrían equivaler a “desde el Génesis hasta 2 Crónicas”, y resultar una alusión a toda la Biblia hebrea, ya que 2 Crónicas es en ella el último de los libros.

Para que quedara formalmente constituido el canon hebreo como tal, se requería, según el concepto de canonicidad adoptado en el presente ensayo, y expuesto al principio, un dictamen explícito de las autoridades religiosas del judaísmo. Ese dictamen se produjo en Yabneh (o Jamnia), población situada en la costa del Mediterráneo, entre Yafo (Jope) y Asquelón. Se sabe que en ese lugar existía, después de la caída de Jerusalén (70 A.D.), un cuerpo de maestros de la ley, establecido, con permiso de los romanos, por el rabí Yojanán ben Zakkai. Ahora que el templo había sido destruido, no quedaba más centro de cohesión de la fe judía que las Sagradas Escrituras. Se imponía fijar, de una vez por todas, cuáles eran éstas, mediante un dictamen oficial e inapelable. Los rabinos de Yabneh procedieron a ello. Se discute todavía hoy si para tal propósito hubo una sola sesión, y en qué fecha, o hubo varias reuniones del cuerpo que formaban, llamado también por los autores que se ocupan del asunto, “concilio” o “sínodo”. Hasta se han expresado dudas de que efectivamente hubiera habido una reunión en Yabneh en que se fijó y cerró el canon hebreo. La mayoría de los autores, sin embargo, lo dan por hecho, aunque difieren en cuanto a la fecha. Lo más probable parece ser que los rabinos de Yabneh hayan tenido no una sino varias reuniones para estudiar la cuestión, hasta que en una de ellas emitieron por fin su dictamen. La fecha de esto varía, en opinión de los eruditos, y lo más seguro es decir que ocurrió entre los años 90 y 100 A.D. Hay quien todavía menciona un sínodo de Yabneh en 118 A.D., pero si lo hubo, en él bien pudo haber tenido lugar sólo una ratificación de lo resuelto anteriormente.

Josefo (Contra Apión, 1, 8) escribiendo hacia 95 A.D., por el tiempo en que el sínodo de Yabneh ha decidido o está próximo a decidir qué libros sagrados forman el canon, y de todos modos cuando ya sin duda habría un consenso general y más o menos oficial sobre el punto, da la lista de 22 libros “que con justicia se cree que son divinos”: “cinco que pertenecen a Moisés”, 13 libros que “los profetas, que vinieron después de Moisés, escribieron” y cuatro que “contienen himnos a Dios y preceptos para la conducta de la vida humana”. No los enumera por nombre, pero los cinco atribuidos a Moisés son, por supuesto, los del Pentateuco. Cuáles eran para él los 13 de los profetas y los otros cuatro, es materia de conjetura. Su clasificación no parece coincidir con las secciones Profetas y Escritos con que vino a quedar completa la Biblia hebrea en su forma actual. Su manera de agruparlos pudo muy bien estar influida por el orden de los libros en la versión griega Septuaginta que, como escritor en griego, sin duda conocía y manejaba. Así, es probable que su grupo de los 13 haya estado constituido por Josué, Jueces-Rut, Samuel, Reyes, Crónicas (reduciendo estos pares a un solo libro), Esdras-Nehemías, Ester, Job, Isaías, Jeremías-Lamentaciones, Ezequiel, los 12 (después llamados “profetas menores”, como un solo libro) y Daniel. Y que su último grupo, el de los cuatro, lo formaron Salmos, Proverbios, Cantares y Eclesiastés.

No es seguro cuál fue la manera como Yabneh numeró y agrupó los libros canónicos judíos. Lo que se ha considerado más probable es que eran originalmente 24, pero que después algunos autores, como Josefo, los reagruparon artificialmente para que resultaran 22, como las letras del alefato o alfabeto hebreo. Entre los autores modernos unos siguen opinando así, pero otros creen que fue a la inversa, que originalmente eran 22 y que resultaron 24 cuando Rut se separó de Jueces, y Lamentaciones se desglosó de Jeremías, para colocarlos en la tercera sección, la de los Escritos. En cuanto al orden de colocación de los libros, sólo es unánime el de los más conocidos y venerados, los cinco del Pentateuco. Los de las otras dos secciones no siempre aparecen en el mismo orden.

Lo importante, sin embargo, no es la numeración adoptada ni el orden de su colocación, sino cuáles fueron, como quiera que se cuenten y ordenen, los libros declarados como constituyentes del canon hebreo por el sínodo de Yabneh. Y en esto no hay duda, aunque algunos de ellos, como indicaremos después, todavía fueron debatidos por algún tiempo tras la decisión de Yabneh. Son los siguientes, en las tres secciones en que finalmente quedaron agrupados y tal como se encuentran en las ediciones actuales de la Biblia: La Toráh (libro de la Ley, Pentateuco); los Nebiim (Profetas) subdivididos en “Anteriores” (Josué, Jueces, 1 & 2 Samuel, 1 & 2 Reyes) y “Posteriores” (Isaías, Jeremías, Ezequiel, los Doce “Menores”) y los Quetubim (Escritos), o escrituras misceláneas, que son Salmos, Job, Proverbios, los Meguilot o “rollos”: Rut, Cantares, Eclesiastés, Lamentaciones y Ester, y finalmente Daniel, Esdras-Nehemías y 1 & 2 Crónicas.

Ahora podemos reconstruir, pero tratándose de fechas siempre sólo con aproximación, el curso seguido en la formación del canon hebreo, en vista de los datos que poseemos y que han sido apuntados sucintamente en nuestra exposición anterior. Hasta antes de Yabneh el canon estuvo en un estado que podría compararse al del cemento: primero en una suspensión muy fluida, y luego “armándose” poco a poco hasta quedar en estado sólido y firme. Sólo que en el caso del canon hebreo ese poco a poco duró realmente siglos. Algunos eruditos opinan que cuando cayó Jerusalén (587 a.C.), la Toráh y los Profetas Anteriores existían ya casi en la forma en que vinieron a quedar en el canon. Otros consideran que más probablemente la Toráh “cuajó” durante la cautividad, y que, compuesta de material escrito comenzando más o menos en 1200 a.C., vendría a quedar cerrada hacia el 400. Y que también en el exilio babilónico se habrían estado reuniendo, revisando y agrupando los Profetas Anteriores, hasta quedar prácticamente formada esa sección. De ser así, puede decirse entonces que la Biblia de la cautividad consistía formalmente de esas dos secciones, con la adición muy probable de la edición temprana, relativamente nutrida, de los Salmos, que es casi seguro que existía desde la época de la monarquía, acaso desde el siglo 9, ya que los salmos se usaban en el culto del Primer Templo.

Es probable, sin embargo, que fuera también durante el exilio cuando esa primitiva edición se aumentó, y comenzó a bosquejarse un agrupamiento que apuntara ya al que tiene en nuestro Salmos actual. Este arreglo final parece bastante tardío, como parece indicarlo la estructura que presenta el manuscrito hallado en la cueva 11 de Qumrán (11Psa), que contiene salmos canónicos y otros que no lo son, y en que los primeros se presentan en un orden diferente del que llevan en el texto masorético, además de considerables variantes en la redacción. Por supuesto, no hay que descartar la posibilidad de que el citado manuscrito sea copia más bien de una antología, para uso privado, que el libro de los Salmos propiamente dicho, porque incluye otros materiales, como un pasaje de 2 Samuel, uno de Eclesiástico, un salmo 151, y algunas composiciones apócrifas, como una relativa a los trabajos literarios de David.

Hay mucha probabilidad también de que durante el exilio se haya formado una primera colección de los Profetas Posteriores, con lo que existía por escrito de Jeremías; las profecías de Isaías coleccionadas por sus discípulos, con una segunda parte escrita en el cautiverio y una tercera formada por oráculos y preceptos diversos; quizá lo de Ezequiel (aunque hay la posibilidad de que este profeta fuera editado más bien al regreso de la cautividad), y de los Doce Menores, algunos como Oseas, Amós, Miqueas, Nahum, Habacuc, Abdías y Sofonías, profetas anteriores al exilio. Vimos anteriormente que Miqueas y Abdías existían ya por escrito en tiempo de Jeremías.

Al regreso de la cautividad, durante los siglos 5 y 4, se iría completando la sección de Profetas Posteriores, al añadírsele Ageo y Zacarías, que son profetas de la época del primer retorno bajo Zorobabel, y Joel, Jonás y Malaquías, cuya fecha se ignora, sin que haya suficientes datos para siquiera conjeturarla. Así esta sección podría haber quedado completa hacia el año 300 a.C., y después, con una revisión de ambas partes, toda la sección de los Profetas hacia 200 a.C. De los Escritos, uno de los primeros en editarse pudo haber sido Job. También por este tiempo se daría otra mano al libro de los Salmos, en cuanto a su estructura, y también una mano “semifinal” a Proverbios. Iniciada con estos tres libros, la formación de los Escritos continuaría con la adición de Rut, que existía tal vez desde el siglo 9 o el 8, y separada ahora de Jueces, al que se le había añadido como apéndice quizá durante el exilio, y de Lamentaciones, que aunque data de la época inmediata a la caída de Jerusalén, estuvo, según parece, unido a Jeremías, y se aceptó por estar asociado con su nombre.

Muy debatida fue la aceptación de Ester, Eclesiastés y Cantar de Cantares. Ester corresponde al periodo persa (siglo 4). Parece evidente que la secta de Qumrán no lo aceptaba, porque hasta el momento no se ha hallado ni siquiera un fragmento de ese libro entre lo mucho encontrado en esa zona. Eclesiastés data posiblemente de principios de la etapa helénica, en ese mismo siglo, ya que en él parecen traslucirse algunas influencias de la filosofía griega. Las copias del libro, halladas en Qumrán, son aproximadamente de 150 a.C. En cuanto a Daniel, parece haber quedado en su forma final hacia 165 a.C., aunque algunos de sus relatos son más tempranos. No parece que hubiera problema para la inclusión de Esdras-Nehemías y 1 & 2 Crónicas, probablemente del mismo autor, que W. F. Albright pensaba que podría haber sido el propio Esdras. Si es así, estos libros se redactarían más o menos durante la primera mitad del siglo 4. Si el autor no fue Esdras, sus fechas de composición pueden ser otras. Se ha propuesto, por algunos eruditos, la composición de los libros de Crónicas hacia 500 a.C., no muchos años después del regreso bajo Zorobabel, y su redacción final hacia 425. Otros prefieren una fecha muy posterior, entre 350 y 250. En todo caso, Esdras-Nehemías aparecen como una continuación de Crónicas (cf. 2 Cr. 36.22, 23 con Esd. 1.1–4) y aunque no fuera Esdras mismo el autor, parece fuera de duda que el autor es uno, de modo que su fecha de composición sería igual.

Los Escritos vinieron a quedar agrupados originalmente en cuatro secciones: 1) Salmos, Job y Proverbios; 2) Los cinco rollos: Rut, Cantares, Eclesiastés, Lamentaciones y Ester; 3) Daniel, y 4) Esdras-Nehemías y 1 & 2 Crónicas. Fue el grupo de libros que más tardó en formarse. Vendría a quedar completado, por el debate sobre algunos de los libros, a que antes aludimos, prácticamente hacia 90 A.D., en vísperas casi del sínodo de Yabneh. En cuanto a la razón del debate, parece que el problema con Ester (o al menos uno de los problemas) era que el libro en hebreo, o sea, el original, no menciona ni una sola vez el nombre de Dios. Quizá por eso Qumrán lo rechazó. Hubo algunas dudas sobre Proverbios, pero no cobraron mucha fuerza, ya que lo amparaba el venerado nombre de Salomón. Fue más serio lo de Eclesiastés, porque se dudaba de su ortodoxia en algunos puntos, como 1.3. Por fin lo salvó también el ser atribuido a Salomón. Todavía más seria fue la resistencia a aceptar Cantares, por su tema amoroso. De nuevo lo protegió el prestigio de Salomón, de quien no hubo dudas de que fuera el autor. Pero fue aprobado. sobre todo por la interpretación mística y alegórica: describía el amor entre Yahvéh y su pueblo Israel. Aun después de la decisión de Yabneh en su favor, que debió poner fin al debates, se seguía discutiendo, hasta que por fin el famoso y muy respetado rabí Aquiba (hacia 125 A.D.) salió enérgicamente en su defensa, y dio su famoso fallo: “El mundo entero no es digno del día que el Cantar de los Cantares fue dado a Israel, porque todos los Quetubim son santos, pero el Cantar es el más santo de ellos”. Es interesante que hubo dudas también en cuanto a la aceptación de uno de los grandes profetas, nada menos que Ezequiel. La razón que se invocaba era que los rabinos advertían diferencias entre las ordenanzas consignadas en los caps. 40–48 y las contenidas en la Toráh.

No es seguro definir cuál haya sido el criterio aplicado a los libros para decidir cuáles de ellos entrarían a formar parte del canon y cuáles no. Como hicimos notar en la Introducción, el concepto de canonicidad vino a precisarse mucho tiempo después, y surgió en forma más definida entre los cristianos. Al lado de los libros que después entrarían en el canon, circulaban, con diverso grado de aceptación general, otros muchos libros, sobre todo en los dos o tres siglos anteriores a la era cristiana y en el primero de ésta, además de los deuterocanónicos que formarían parte de la versión griega Septuaginta. Los judíos no empleaban los términos “canónicos”, “apócrifos” y “seudoepígrafos”, terminología de origen cristiano, para distinguir entre los libros de tema religioso. El sentido original de “apócrifo” se explicará al tratar de la Septuaginta. Baste ahora decir que “seudoepígrafo” se llama el libro que se atribuye a algún personaje de importancia y prestigio en la esfera religiosa, y en cuyo título figura el nombre respectivo. Algunos apócrifos son a la vez seudoepígrafos.

Los judíos clasificaban los libros, desde el punto de vista religioso, en tres clases: 1) los “libros que contaminan las manos”, o sea los libros sagrados en grado sumo, que después de fijado el canon podemos llamar “canónicos”; 2) los guenuzim (de la raíz ganaz, “guardar” o “esconder”), o sea, literalmente, guardados, ocultados o almacenados, y 3) los sefarim jitsonim, lit. “libros de afuera” (exteriores, extraños). La curiosa expresión “libros que contaminan las manos”, que en lenguaje usual significaría todo lo contrario de libros sagrados, procede de la Mishnáh, recopilación de leyes orales preservadas por la tradición judía. Quiere decir que los libros así designados son tan santos que comunican su santidad (la contagian, por eso el uso del verbo “contaminar”) a las manos que los manejan, por lo cual se requiere la purificación ritual de ellas, después de usarlos, a fin de no transmitir esa santidad a los objetos profanos que luego se toquen o manipulen.

A veces los guenuzim parecen confundirse con los sefarim jitsonim, y ser considerados entre estos “libros de afuera”. Pero sólo esta última expresión podía entrañar desprecio o hasta repudio. No sucedía así, generalmente, con la primera. Los guenuzim eran libros no autorizados para lectura general y mucho menos para lectura en las sinagogas. Eran libros que se guardaban o reservaban para uso exclusivo de ciertas personas que podían usarlos con discernimiento, porque ofrecían algunos problemas teológicos o de concordancia con la Ley. Sólo los muy entendidos, pues, podrían utilizarlos resolviendo dichos problemas o por lo menos sin recibir daño en sus creencias. Algunos de esos libros se tenían en gran aprecio. Josefo, por ejemplo, los utilizó como fuentes para la redacción de sus obras históricas. Pero no se les consideraba como libros sagrados. Hoy les llamaríamos esotéricos. De ahí que algunos libros que finalmente fueron incorporados en el canon hubieran sido considerados en un principio como guenuzim. Por ejemplo, Proverbios, Cantares y Eclesiastés, hasta que la Gran Sinagoga (cuerpo antecesor del Sanedrín y el sínodo de Yabneh en autoridad) resolvió algunas dificultades que ofrecían. Ester fue mantenido un tiempo en esa categoría. Ezequiel estuvo a punto de ser declarado guenuzí, hasta que un rabino muy respetado, Ananías ben Ezequías, halló solución a las discrepancias que, según dijimos antes, se le encontraban con la Toráh. En las sinagogas existía un aposento o bodega llamada guenuzáh donde se guardaban, excluidas del uso público, las copias también de los libros sagrados que hubieran resultado defectuosas o ya muy gastadas por el uso. Esto ilustra bien el sentido propiamente dicho de guenuzim: libros o rollos puestos fuera del uso oficial, y guardados en lugar seguro, para no quedar expuestos al uso público.

Como “libros de afuera” propiamente dichos podrían citarse algunos libros que se hallaron en Qumrán, al parecer peculiares de la secta, como un “Libro de la Meditación”, un “Libro de Noé”, una “Oración de Nabonido”, un “Apócrifo del Génesis”, unos “Dichos de Moisés”, un “Libro de los Misterios”. En la misma categoría podrían considerarse libros todavía más particulares de la secta, como el “Documento de Damasco” (del cual se había hallado algunos decenios antes una copia en la guenuzáh de una sinagoga del Cairo), los “Himnos de Gratitud” (Hodayot) y la “Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas”. También se sabe de algunos de los que circulaban fuera de la comunidad de Qumrán, y que parece que gozaban de mucha popularidad, como los siguientes:

“Odas de Salomón”, “Vida de Adán y Eva”, “Asunción de Isaías”,1“Testamento de Abraham”, “Historia de los recabitas”, “Testamento de Salomón”, “Testamento de Adán”, “Testamento de Job”, “Libro de Enoc”, “Libro de Adán”, “Libro de Lamec”, “Visión de Isaías”, “Salmos de Salomón”, “Martirio de Isaías”, “Vidas de los profetas”, “Crónicas de Jeremías”, III y IV Esdras, “Libro de los Jubileos”, “Testamento de los Doce Patriarcas”, II y III Baruc, “Asunción de Moisés”, “Testamento de Moisés”, III y IV Macabeos, “Prólogo de Lamentaciones”, y los pertenecientes al género apocalíptico, de los cuales sólo Daniel entró en el canon: “Apocalipsis de Sofonías”, “Apocalipsis de Ezequiel” y todavía otros. Es interesante que casi todos los guenuzim, una vez definido el canon en Yabneh, fueron preservados y usados por los cristianos primitivos, por lo cual el texto que de ellos se conoce es el de copias de origen cristiano. También es interesante notar que una de las decisiones de Yabneh fue que “el evangelio (es decir, los escritos cristianos) y los libros de los herejes no son Sagrada Escritura”.

Volviendo al probable criterio adoptado por los rabinos para declarar un libro como sagrado, a diferencia de otros, parece que los requisitos eran 1) estar escrito en hebreo o arameo; 2) haber sido escrito en el periodo comprendido entre Moisés y Esdras, periodo exclusivo de la inspiración profética, según el concepto rabínico, y 3) estar asociado con algún personaje notable de la historia judía (Moisés, Salomón y David, especialmente, así como los profetas). Por supuesto, el requisito principal era haber sido aceptado generalmente como de autoridad divina. Cerrado el canon en Yabneh, el número de libros sagrados quedaba fijado para siempre; no podía ya haber sustracción ni adición alguna. Y su texto debía permanecer inalterado, de modo que desde entonces se ejerció una escrupulosa vigilancia sobre las copias que se sacaban, para evitar aun la mínima alteración. En cuanto al requisito de antigüedad, se hizo una excepción con Daniel, escrito dos siglos después de Esdras. Muy probablemente se debió a que se consideraba como profeta, pero más bien porque sus profecías se interpretaron como enderezadas contra el gran perseguidor del judaísmo, Antíoco Epífanes, y los seléucidas en general. Pudo también influir mucho su índole apocalíptica, ya que los “apocalipsis” se estaban popularizando en aquella época de crisis nacional. No obstante, no se colocó ese libro entre los Nebiim (Profetas), cuya lista estaba ya cerrada, sino entre los Quetubim (Escritos), en que figuraban libros de redacción tardía. En lo demás, Yabneh mantuvo el criterio de antigüedad. Así, por ejemplo, decretó que “los libros de Ben Sira (el Eclesiástico) y cualesquiera libros que hayan sido escritos desde sus tiempos, no son escritura sagrada”.

En los escritos rabínicos se encuentran alusiones a rollos, por decirlo así, modelo, que se guardaban en el Segundo Templo (el de Herodes). La colección de ellos vendría a ser un protocanon, un arquetipo de la Biblia hebrea, como lo considera Robert Gordis, que servía de base para las copias autorizadas para lectura en las sinagogas. No sabemos qué libros figuraban en esa colección. Pero seguramente sirvieron como pauta a los rabinos del sínodo de Yabneh en sus decisiones, y siendo así, con toda probabilidad eran los del canon fijado por ellos más tarde. Una vieja leyenda judía habla de un “Rollo del templo”, que sería muy probablemente sólo de la Toráh, salvado por los sacerdotes cuando los romanos destruyeron el santuario en 70 A.D., y llevado primero a Bether y más tarde a Bagdad. Según la leyenda, fue de éste del que se sacaron copias para distribuirlas a los judíos de la Diáspora.

Yabneh, como hemos visto, no hizo más que poner su sello de autorización oficial al canon que, sin llevar este nombre, se había venido formando en el curso de varios siglos por el consenso general de quienes, generación tras generación, habían experimentado en su propia vida el efecto saludable que el estudio y acatamiento de los preceptos de unos libros producían, a diferencia de los otros muchos que circulaban y se leían. O sea que la autoridad divina de ellos se percibía y sentía práctica y profundamente en una experiencia vital, o sea, como hoy se acostumbra decir, vivencialmente. Sobre esa base sin duda, se habían seleccionado y preservado los rollos que formaban la colección del templo, y esto era ya un principio de canonización, propiamente dicha, de los escritos contenidos en ellos. Pero, como dijimos en la Introducción, tanto esto corno la posterior declaración formal de Yabneh, era más bien tan sólo una ratificación a posteriori de lo que la experiencia de la comunidad creyente había establecido de sí misma.

1 Es muy interesante que, al parecer, los caps. 6–11 de este apócrifo son de autor cristiano.

Baez-Camargo, G. (2000, c1980). Breve historia del canon biblico : Tercera edicion (electronic ed.) (11). Miami: Sociedades Biblicas Unidas.